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IGNACIO CAMACHO – ABC – 21/02/16

Ignacio Camacho
Ignacio Camacho

· La obra versátil de Eco desafía el populismo cultural posmoderno a través de una defensa de la complejidad del pensamiento.

La actitud más valiente de la cultura contemporánea consiste en defender la complejidad del pensamiento. La posmodernidad ha impuesto la hegemonía de una especie de populismo intelectual que ha encontrado la horma perfecta de su banalidad en la brevedad expresiva de Twitter. La sintaxis lineal del pensamiento exprés ha derrotado a las oraciones subordinadas y esa anorexia conceptual convierte el ejercicio de la reflexión en un desafío de resistencia que suele recibir el estigma despectivo del anacronismo. Pensar se ha vuelto rancio, y escribir más de dos folios parece un trasnochado vestigio del siglo XX. Incluso la política, que siempre fue una de las expresiones más livianas de la ideología, ha jibarizado su ya de por sí exigua variedad discursiva hasta la letal síntesis propagandística de los 140 caracteres. La demagogia ya no es una técnica sino una mentalidad.

A contracorriente de esa superficialidad dominante, Umberto Eco se esforzó por compilar en una obra de descomunal heterogeneidad un método intelectual condenado por el signo de los tiempos: el del humanismo moderno. Su vocación ramificada, fragmentaria, era propia de un cíclope cultural capaz de batirse en cualquier campo, desde la semiología académica hasta el best se

ller literario, desde las modas sociales a la investigación minimalista, desde el ensayo sobre estética medieval hasta el análisis de los fenómenos de masas. Era filósofo, narrador, lingüista, politólogo, pedagogo, crítico, periodista, cazador de tendencias: una mezcla curiosa y sugerente de tradición renacentista y originalidad posmoderna. La versión actual más verosímil de un sabio clásico.

Todo universitario del último cuarto del pasado siglo ha tenido que relacionarse obligatoriamente con la obra polivalente y multifacética de Eco. Sus definiciones se transformaron en categorías semánticas; tenía el poder demiúrgico de acuñar términos y establecer axiomas. Consagrado como pionero de la comunicología, se desafió a sí mismo para reinventarse como novelista de éxito universal a través de relatos estructurados en múltiples planos de lectura, cargados de trampas y guiños eruditos que parecían una mueca burlona, autoparódica, al propio concepto del mainstream. Experimentaba con sus teorías con el magisterio juguetón de un prestidigitador de la diversidad.

Su brillante tránsito entre géneros y disciplinas era parte de un proyecto de mestizaje cultural que decidió vivir no sólo como estudioso, sino como protagonista. Se permitió bascular entre el elitismo y la popularidad con una portentosa familiaridad híbrida. Su trayectoria ha sido tan versátil y su influencia tan inmensa que ayer los periódicos tuvieron que luchar contra el reduccionismo del lenguaje para titular la noticia de su muerte: cómo demonios definirlo en una sola frase. Acertó «La Repubblica»: el hombre que lo sabía todo. Un talento que sólo cabía en una hipérbole.