Jon Juaristi-ABC

  • Deberíamos evitar la tentación, cada vez más fuerte, de buscar un culpable de la crisis

Cada vez es más frecuente la comparación o incluso la asimilación completa de la pandemia del coronavirus a una guerra. Trump, por ejemplo, practica a diario esta retórica, pero no sólo él. Estaríamos, según una opinión creciente, ante la primera gran guerra global del siglo XXI. Para muchos, el Covid-19 sería un arma biológica diseñada en China para debilitar a los Estados Unidos y a las democracias liberales, o a la inversa, una infección introducida en China por el Pentágono o la CIA. Frente a teorías conspiratorias por el estilo, hay que recordar algo muy obvio: una epidemia no es una guerra. Sin embargo, puede funcionar como metáfora de la guerra de todos contra todos, es decir, de lo que

Hobbes definió como el estado de naturaleza previo al surgimiento del Estado. El estado de naturaleza es aquel en que todos son asesinos o víctimas. O matan, o son muertos por otros. Lo mismo parece suceder en una pandemia bajo la que cualquiera puede ser contagiado y, a su vez, contagiar.

Parece lo mismo, pero no es lo mismo. La violencia bélica es deliberada; el contagio, salvo en casos muy contados, no. Sin embargo, ambos devastan los vínculos comunitarios. Cuando el otro puede ser tu peor enemigo (y tú el suyo), sólo un poder por encima de la comunidad atomizada puede impedir la guerra civil. Según Hobbes, ese poder es el Estado. En tiempos de guerra, el Estado se militariza y cada ciudadano se convierte en un soldado. En tiempos de epidemia, el Estado se convierte en un gigantesco hospital de campaña, asimismo militarizado. En ambos casos se trata de un Estado total que acapara toda soberanía posible (soberano es, como decía Carl Schmitt, aquel que puede declarar el estado de excepción, y, añadamos, el de alarma).

Lo característico de la epidemia es que puede alcanzar la fase final del estado de naturaleza con más rapidez que la guerra de todos contra todos. La fase final es de indiferenciación y nivelación absoluta, vale decir, de caos. Es en esa fase última cuando la comunidad suele unirse de nuevo como masa de linchamiento, reclamando un culpable. Y entonces el Estado, si aún subsiste, puede caer en la tentación de dárselo, de ofrecer al «pueblo» (que ya no es pueblo, sino otra cosa) un chivo expiatorio. El relato clásico de este tipo de situaciones, en nuestra civilización, se llama Edipo rey y fue escrito por Sófocles hace dos milenios y medio.

La peste diezma la población de Tebas. Su rey, Edipo, jura encontrar al responsable, alguien culpable de un crimen horrendo y aún oculto que los dioses castigan mediante la epidemia (la peste es el arma que el flechador Apolo utiliza contra los griegos en el Canto primero de la Ilíada). Como se recordará, Edipo acaba descubriendo que él mismo es el criminal que busca (es decir, el chivo expiatorio que exige la ciudad).

Nosotros sabemos, o creemos saber, que todo esto es un mito, un producto de la superstición. Si viviéramos en la Grecia arcaica alguien habría señalado ya al Rey emérito (si no al propio Rey) como culpable del coronavirus. Algunos parecen querer hacerlo todavía, pero resultaría tan estúpido como convertir en chivo expiatorio al Gobierno de Sánchez o al PP (lo ha intentado el propio Sánchez esta misma semana, como era de temer). El Gobierno ha cometido errores garrafales en la gestión de la crisis, pero no es el culpable de la epidemia, pandémica e infernal. Ya llegará la hora de exigirle responsabilidades políticas (como mínimo), pero de momento, habría que evitar imputaciones en cadena. Es difícil, lo sé, pero sólo servirían para acelerar el advenimiento del caos, a lo que somos tan vulnerables como cualquier otra nación bajo el terror.