Ignacio Camacho-ABC

  • El coronavirus ha irrumpido como un tornado en la vida de la nación y exige cambios inmediatos de modelo. Sánchez ha de entender que desde la epidemia nada es como antes, ni va a volver a serlo. El sacrificio general de una suspensión de derechos exige la contrapartida de un acuerdo nacional de alcance estratégico

La cuarentena rige para todos los españoles menos para uno que se llama Pablo Iglesias. El vicepresidente, que no soporta verse al margen del minigabinete de emergencia -aunque haya conseguido apartar de él a Carmen Calvo-, volvió a saltarse esta semana las reglas que obligan al resto de los ciudadanos para desempeñar una tarea tan esencial y urgente como dar una rueda de prensa. Preso del síndrome de abstinencia, necesitaba una dosis de protagonismo con la que marcar énfasis ideológico y aparentar una demostración de fuerza. Su pulso con el resto del Gobierno se ha convertido para él en una cuestión de supervivencia; siente que el estado de alarma constituye una oportunidad perfecta para desarrollar su programa de nacionalización económica

encubierta pero no acaba de encontrar el modo de abrir hueco a su propia agenda. Llega hasta donde Sánchez le tolera, que según algunos miembros del Gabinete es bastante más de la cuenta, y está intentando torcer el brazo de las ministras que percibe políticamente más débiles: las de Economía y Defensa. Ese pulso significa mucho más que una pugna interna; es la clave de que el Ejecutivo pueda o no afrontar la crisis de la manera correcta.

Porque no se trata de que el líder de Podemos no encuentre chalé ni palacio ministerial en el que quepa su ego, sino de que el presidente del Gobierno alcance a comprender que después de la epidemia nada es como antes, ni va a volver a serlo. El coronavirus ha irrumpido como un tornado en la vida de la nación y exige cambios inmediatos de modelo. El país ha aceptado con enorme espíritu solidario una suspensión general de derechos, y ese sacrificio requiere contrapartidas de comportamiento en el ejercicio de un poder que debe ser consciente de su limitado crédito. Las prioridades anteriores se han derrumbado con estrépito; a partir de ahora urge recuperar el consenso y abordar el futuro desde otro prisma, con una perspectiva que vaya mucho más allá del alcance de los próximos presupuestos. Es la hora indeclinable de grandes pactos estratégicos.

Iglesias no cambiará; ni puede ni sabe abandonar su naturaleza autoritaria, su estilo áspero y su molde dogmático. Es Sánchez quien ha de darse cuenta de que en sólo dos meses ha caducado el proyecto sobre el que diseñó su mandato: la concertación con el nacionalismo, que sigue mostrándose saboteador e insolidario, las leyes de ingeniería social, el arrinconamiento del centro-derecha bajo la resurrección artificial de Franco. Incluso es inviable una coalición en la que el socio se está mostrando desleal no ya al presidente sino al Estado, cuyas debilidades pretende explotar en un momento especialmente dramático. La cacerolada organizada contra el Rey inhabilita a Podemos y a los separatistas como aliados; un Gabinete constitucional no puede depender de quienes se comportan como adversarios del símbolo de la unidad de los ciudadanos. Está ocurriendo todo lo que el mismo presidente anunció cuando decía rechazar el pacto que terminó firmando.

Ninguno de sus apoyos merece confianza. Los independentistas -qué lejano y pequeño parece el conflicto catalán- han recuperado el discurso de «España nos roba» aplicándolo a los recursos de la gestión sanitaria y organizan en el extranjero campañas denigratorias de agitación y propaganda. Todo su empeño en las actuales circunstancias se moviliza en el intento de mantener a Cataluña segregada de los efectos generales del decreto de alarma. El bloque de investidura se ha resquebrajado: no tiene grietas sino zanjas. El único respaldo fiable del Ejecutivo es la oposición, que ha aparcado las críticas para brindar una colaboración solidaria. Cualquier dirigente con luces largas encontraría en estas horas penosas la ocasión inopinada para construir una alianza de concertación en torno a una mayoría transversal estable, contundente y clara. Pero eso implica una rectificación diametral y el abandono recíproco de actitudes sectarias. Supone renunciar al frentismo y a las políticas radicales, buscar espacios de encuentro en posiciones razonables y asumir el riesgo de cambiar de compañeros de viaje. Comporta la necesidad de aceptar que nadie puede pensar ya en réditos electorales sino en hacer lo que sea necesario -«lo que haga falta, cuando haga falta y donde haga falta» (sic)- para sacar adelante a un país que va a atravesar gravísimas dificultades. Las que ahora mismo hay planteadas y las que sobrevendrán cuando la epidemia acabe.

Es improbable que Sánchez acceda; le faltan condiciones para un verdadero liderazgo. Ha mejorado en la última semana, adoptando decisiones sensatas -aunque insuficientes- de cobertura social y financiera para evitar el colapso, pero continúa sin entender que ya no sirven los mensajes de laboratorio ni la política del relato. Su propuesta de «presupuestos de reconstrucción» no significa, como los optimistas han interpretado, un mensaje de reposicionamiento y de mano tendida al diálogo sino una llamada a que la oposición apruebe sin objeciones un programa de avalancha de gasto. Su talante fullero ha vuelto a brillar al colar en el recién promulgado decreto de medidas económicas un infumable encargo para atornillar a Iglesias en la comisión del CNI, capricho reclamado por el vicepresidente para darse pisto fatuo con su teórico acceso a los secretos de Estado. La estrategia gubernamental pasa en este momento por revertir, a base de gestos de autoridad, el error de haber autorizado la marcha del 8 de marzo. Y el objetivo final consiste en sacar pecho de un desenlace positivo: presentarse al final como artífice exclusivo de la victoria contra el virus y capitalizar el alivio de una población extenuada por la duración y la intensidad de su sacrificio.

Falta mucho, en todo caso, para consolidar avances. Espera, sobre todo a los ciudadanos, aunque también a las instituciones, una larga etapa de desgaste. El Gobierno camina a tientas, con una gestión titubeante que vuelve más complicado el combate. Habrá medidas de endurecimiento de la inmovilidad y es probable que sigan subiendo las estadísticas fatales. La peor crisis del último siglo ha pillado al país con la clase dirigente más inexperta e ineficaz, desprovista de capacidades institucionales, técnicas y políticas para salir de la parálisis. Y no es de la respuesta de los españoles, llamados a resistir en medio de medidas excepcionales, de lo que pueda quejarse.