Ignacio Camacho-ABC

  • En el prejuicio contra los centros concertados se junta el rancio mito anticlerical con un antiliberalismo doctrinario

Ni siquiera el compromiso humanitario del Papa Francisco, salpicado a veces de guiños populistas, va a separar a la rancia izquierda española de sus prejuicios anticatólicos, que no laicos porque son compatibles con la simpatía hacia otras confesiones que sustentan un pensamiento político antioccidental bajo su cobertura religiosa. El anticlericalismo forma parte de una identidad atávica referenciada en la dictadura de Franco, como la aversión hacia el concepto de España; son mitos anclados en el imaginario progresista con una fuerza capaz de sobrevivir a cuarenta años de democracia. En el caso de la Iglesia, su papel en la sociedad contemporánea sigue sin ser reconocido por la mentalidad arcaica de quienes viven instalados en la nostalgia de la legitimidad republicana. Poco

importa a esos efectos que en cada crisis socioeconómica cientos de miles de ciudadanos obtengan en Cáritas el socorro que no hallan en unas instituciones colapsadas por la esclerosis burocrática; o que millones de familias ejerzan a través de la educación concertada -implementada, por cierto, bajo el mandato de Felipe González- su derecho constitucional a la libertad de enseñanza. Un poder socialista moderno no parece reconocerse a sí mismo si no hostiga de algún modo a la comunidad eclesiástica.

El actual, reforzado por Podemos, no iba a ser menos. Su visión estatalista quedaría incompleta sin achicar el campo a los colegios cuyo ideario no coincida con el designio uniformador del Gobierno. Hay que dificultarles el funcionamiento bien sea en la ley de turno -van ocho, a una media de una por quinquenio- o en la distribución de inversiones y presupuestos. Acabar con la concertada es un anhelo ideológico ajeno incluso a la evidencia de la filiación no confesional de la mayoría de sus centros. Hay que ir a por ellos y dejarlos sin un euro si no resulta posible eliminarlos por completo. En esta ofuscación persecutoria se juntan otros dos elementos esenciales del pensamiento (?) doctrinario: la aversión a la autonomía pedagógica y la sedicente superioridad de lo público sobre lo privado. Juntos conforman un «núcleo irradiador» de antiliberalismo sectario y de hostilidad a toda iniciativa independiente del Estado.

La hegemonía del supuesto progresismo ha convertido a la concertación educativa en una leyenda negra que ignora adrede su rol clave en la universalización del sistema. En los sucesivos intentos de restricción o desmantelamiento subyace también una indisimulada frustración por la reiterada preferencia que hacia este tipo de enseñanza muestran las clases medias. El intervencionismo, el afán de control político, detesta la competencia porque detesta la libertad, y como no puede prohibir la demanda opta por estrangular la oferta. Por eso este debate no va en el fondo sobre redes de docencia sino sobre el futuro del modelo de la sociedad abierta.