Efectos Wert

KEPA AULESTIA, EL CORREO 30/11/13

· La crisis somete al sistema educativo vasco a una presión crítica sin precedentes.

El pasado jueves, el Congreso de los Diputados envió al Boletín Oficial del Estado la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa. Lo hizo gracias a la mayoría absoluta del Partido Popular y sin que ningún otro grupo parlamentario la respaldara. La llamada ‘ley Wert’ se abrió paso ante la convicción general –también en las filas del PP– de que no se hará efectiva. La expresa negativa de gobiernos autonómicos como los de Euskadi y Cataluña a aplicarla permitirá darle largas a otras comunidades más afines a la mayoría gubernamental. El ministerio llega además políticamente exhausto como para dictar las normas de desarrollo que requiere la nueva ley, y el calendario electoral –con generales en 2015– se interpone a la ejecución de la única medida que en sentido estricto quedaría en manos del Gobierno central: la convocatoria de reválidas. La soledad del PP en la votación de la ‘ley Wert’ es el argumento definitivo para que Rajoy vaya pensando que en la próxima legislatura sólo podrá gobernar por mayoría absoluta.

La política educativa ha sido durante las dos últimas décadas la reserva ideológica a la que la derecha, la izquierda y los nacionalismos han recurrido para vindicar su respectiva identidad. Lo que, consecuentemente, ha llevado a todos los partidos políticos a depositar en las leyes sobre Educación sus propósitos de moldear la sociedad y determinar la conducta ciudadana. Wert ha sido partícipe de esa misma lógica, pretendidamente ilustrada, que confiere a las normas sobre Educación un poder demiúrgico. Ni siquiera la constatación de que las leyes educativas son las que más cuesta aplicar, o el precedente de que la LOCE del período Aznar no llegó a ver la luz en las aulas, desanimaron a este Gobierno de emprender su particular cruzada contra los males que a su entender aquejan al sistema educativo en España. Siempre con el hilo argumental de que una situación tan preocupante de fracaso y abandono escolar exige la inmediata adopción de medidas, sin que sus promotores se detengan a demostrar que éstas contribuirán a que la situación mejore.

Tanto durante el tiempo en que Esperanza Aguirre y Pilar del Castillo se sucedieron al frente del ministerio como en el caso de José Ignacio Wert ha asomado un peculiar elitismo en el discurso por la calidad educativa. Un elitismo que pretende monopolizar la llamada al esfuerzo y a la responsabilidad personal del estudiante. Se trata de un discurso revelador cuando se emite o aplaude desde la política o en los foros que generan opinión porque envuelve a quienes así se manifiestan con la sugestión de pertenecer a la singular casta de los esforzados y de los exitosos. De los que no requirieron más ayuda que su constancia en el estudio o su talento natural. La mera adhesión a tan exigente política educativa confiere a quien se pronuncia a favor de ella la gracia de pertenecer a una casta privilegiada por sus dotes intelectuales o por su fuerza de voluntad, sin que nunca quede claro hasta dónde alcanza la primera y qué hay de cierto sobre la segunda.

Pero los ‘efectos Wert’ no se quedan ahí. Hoy el problema no se encuentra en un articulado que nunca se aplicará, lo que puede convertir la LOMCE en el legado del más ridículo engreimiento, del que Rajoy, su gobierno y su partido se desentiendan. Hoy el problema está en las reacciones frente a tal iniciativa. En el consumo de energías para que nada de su contenido se aplique. En el empeño por hallar los calificativos que más descalifiquen su empeño: vuelta al franquismo, decreto vaticano, privatización, nacionalismo español. La reacción inmediata es que mejor que las cosas sigan como hasta ahora. Lo que lleva a descartar que el sistema educativo se enfrente a problemas acuciantes ante los que los poderes públicos debieran intervenir.

Euskadi está en condiciones de desatender los requerimientos de la ‘ley Wert’ optando por el recurso más eficaz de su no aplicación. Pero ni la crítica a dicha norma ni la insumisión anunciada deberían alentar la autocomplacencia que se adivina en la definición de un modelo educativo propio para los vascos. Como si los problemas de la enseñanza en el País Vasco pudieran zanjarse mediante un acta de autoafirmación, tanto en cuanto a su potencial igualitario como en lo que respecta a la capacitación de los más jóvenes. La política educativa tampoco debe convertirse en la reserva identitaria de ‘lo vasco’.

La crisis ha generado un sinfín de dudas en la comunidad educativa, respecto a la solvencia académica e incluso a la competitividad de unos centros u otros, sobre la idoneidad de determinados itinerarios, sobre el sentido mismo de los intereses vocacionales del alumno en relación a sus opciones de futuro. Nunca antes el sistema educativo vasco había estado sometido a tal presión crítica, en la que alumnos, padres y docentes se mueven entre la angustia y el desistimiento. Una presión crítica que tiende a disiparse gracias a la creencia general de que, a pesar de todo, somos los mejores.

Euskadi presenta unos resultados académicos que se sitúan por debajo del gasto medio que supone cada alumno vasco en relación a otras comunidades autónomas con igual o mejor rendimiento escolar. Que nuestros niveles de fracaso y abandono sean sensiblemente menores que la media española no sirve de excusa visto lo que invertimos en Educación. La defensa del euskera como lengua vehicular en la enseñanza no puede continuar exenta de evaluación en cuanto a sus resultados para el aprendizaje. Los sindicatos han de admitir que sus reivindicaciones no encarnan necesariamente el interés común sobre el futuro de la enseñanza, si acaso reflejan algunas demandas de muchos de sus profesionales. Los titulares de los centros concertados deberían ser más explícitos sobre su viabilidad económica. Y las instituciones desentrañar el entuerto que supone la gratuidad efectiva de la enseñanza. La red de titularidad pública ha de clarificar sus costes por alumno, del mismo modo que los gestores de los centros concertados deben ser más diáfanos en los recibos que giran a las familias. Las medias verdades de la autocomplacencia no deberían sumirnos en la mentira como reacción a los excesos de Wert.

KEPA AULESTIA, EL CORREO 30/11/13