Reitero que no soy optimista, porque en mi tierra natal, que fue también la suya, se ha puesto ya en marcha un formidable dispositivo de olvido y disolución del pasado próximo, en aras de una reconciliación que sólo beneficiará al nacionalismo.
LAS primeras tiras cómicas de Juan Carlos Eguillor (San Sebastián, 1947-Madrid, 2011) aparecieron en las páginas de El Correo Español a mediados de 1968. Su protagonista era una pija de florida melena, asidua de los pubs de la calle Bandera de Vizcaya, que por entonces trataba de parecerse a Carnaby Street. La estética de Eguillor venía a ser un trasunto en cómic de la poesía de los Novísimos, con unos guiones tan descoyuntados y eficaces como los versos de Gimferrer. En los cuarenta años siguientes, transitó por otras muchas publicaciones periódicas y su estilo fue decantándose en una línea más compleja y cosmopolita: descubrió las posibilidades de la fotocopiadora en color y de los ordenadores mucho antes que la mayoría de sus colegas españoles y asimiló la tradición de cierta modernidad surrealista, de Delvaux a los collagesde Max Ernst, con singular inteligencia. Pero lo mejor del espíritu de Eguillor estaba ya presente en aquellas aventuras de Mari Aguirre que publicó en el diario bilbaíno durante los últimos años del franquismo.
La visión de Bilbao que Eguillor plasmó en aquellas tiras ingenuas, con un diseño deudor del pop, del op-arty de los efímeros ismos de aquella época, consistía en un cóctel espléndido de ternura, humor grotesco y crítica de costumbres que no admite parangón en la cultura popular posterior. Para desgracia nuestra, los de su generación no supimos valorar la obra de Eguillor como lo que realmente es: un sublime ejercicio de ironía que reduce al absurdo todas las pretensiones de seriedad y trascendencia de los ideales políticos que derivaron en la siniestra pesadilla en que se empantanó la sociedad vasca durante la transición y de la que ahora apenas comienza a emerger. Quizá sería éste un momento propicio para recuperar la producción del gran dibujante e ilustrador, pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones. Una exposición antológica demostraría que Eguillor fue poniendo a la historia cotidiana de la «construcción de Euskadi» —es decir, a la conversión del país vasco en una de las regiones de Europa occidental más batidas por el terrorismo y la intolerancia— el contrapunto de una interpretación mordaz y exacta bajo una apariencia engañosamente amable. Reitero que no soy optimista, porque en mi tierra natal, que fue también la suya, se ha puesto ya en marcha un formidable dispositivo de olvido y disolución del pasado próximo, en aras de una reconciliación que sólo beneficiará al nacionalismo.
Traté a Juan Carlos lo bastante para advertir bajo su habitual aplomo y su efervescencia creativa un escepticismo radical respecto a su futuro en un pequeño país donde hay que plegarse a las imposiciones tribales si quieres sobrevivir como artista. Él, por supuesto, no lo hizo y escogió Madrid, con discreción y sin aspavientos. Jamás habló de exilio para referirse a su situación. No cedió en elegancia al que fue el otro gran humorista de la Bilbao del siglo XX, el costumbrista crítico Manuel Aranaz Castellanos, del que escribió Maeztu una breve semblanza perfectamente aplicable a Eguillor: «Destacaba como una piña tropical en un plato de alubias en medio de la murria de nuestras montañas». Juan Carlos Eguillor murió el lunes pasado. En Madrid.
Jon Juaristi, ABC, 27/3/2011