ANDRÉS BETANCOR-EL MUNDO
El autor cree que la publicación de los bienes patrimoniales de los altos cargos es una medida que alimenta el chismorreo pero que no supone ningún avance en la mejora de nuestra calidad democrática
La transparencia ha sido ensalzada como un nuevo valor central de las democracias modernas. La Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea ha consagrado el derecho de acceso a los documentos (art. 42) como uno de los que integran el estatus común de libertad; el canon de civilidad de los Estados de la Unión. Como afirmara, en certera frase, el gran jurista norteamericano L. D. Brandeis, la luz solar es el mejor de los desinfectantes; y, para que también lo sea del poder, la transparencia es imprescindible.
Uno de los caminos para controlar el poder es hacerlo transparente: conocer quién lo ejerce, cómo lo ejerce, y para qué lo ejerce. También puede serlo para la ocultación; como artimaña contra la democracia. En los últimos tiempos hemos celebrado las dos vertientes. Por un lado, el derecho que el artículo 12 de la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno reconoce, el de acceso a la información, hace posible el enriquecimiento del debate público con información esencial sobre el poder. A su efectividad contribuye tanto el buen hacer del Consejo de Transparencia como el apoyo decidido de los tribunales. Así, el Juzgado Central de lo Contencioso-administrativo número 7 dictó, con fecha de 12 de julio de 2018, sentencia por la que, al ratificar la Resolución del Consejo de Transparencia, se obliga al Ministerio de Hacienda a facilitar la metodología del cálculo del cupo del concierto vasco. Se acaba con el secretismo tras el que ocultar la arbitrariedad para contentar a los nacionalistas.
Y, por otro, la publicación de la relación de bienes que comento. No es transparencia; no sirve a la democracia; al contrario, sirve al populismo. Como se afirma, en brillante frase, en el Preámbulo de la Ley 19/2013, «sólo cuando la acción de los responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones podremos hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es crítica, exigente y que demanda participación de los poderes públicos».
El servicio a la democracia se mide por la contribución al proceso de debate ciudadano sobre el ejercicio del poder, en el contexto de una sociedad crítica, exigente y participativa. Que no hay tal servicio lo demuestra, palmariamente, el cómo ha sido noticiada la publicación. Se comparan los patrimonios, se clasifican; se cae en el cotilleo; se alimenta la envidia; se nutre el desprestigio de los gobernantes. Se están cebando, incluso, las pasiones más bajas, ya no de la ciudadanía, sino de la versión más infame del pueblo. En qué ayuda a ese control conocer cuál es el patrimonio del ministro Borrell, o las deudas de la ministra Montero. En nada. Y no sólo en nada, sino que el mismo formato de la información facilitada hace imposible que sirva para algo. El caso Duque es el mejor ejemplo.
El BOE no reproduce el contenido de las declaraciones de bienes y derechos patrimoniales que todos los altos cargos deben formular en el plazo de tres meses desde la toma de posesión. Sólo se publicitan unas cifras consolidadas de bienes y derechos que integran el activo y el pasivo patrimonial. En el caso de los altos cargos nombrados, se distingue, en relación con el activo, entre bienes inmuebles, depósitos en cuentas corrientes, acciones, seguros de vida y otros bienes. Con esta información es imposible saber si los bienes, como sucede en el caso del ministro Duque, estaban en manos de una sociedad patrimonial interpuesta.
Resulta irrelevante, desde el punto de vista democrático, conocer que Duque tiene un activo de 1,5 millones y no tiene pasivo; en cambio, sí lo tiene, que ese patrimonio está en manos de una sociedad. Este dato no se puede conocer con lo publicado. Tiene relevancia porque expone el compromiso del ministro, al margen de la legalidad, con la igualdad ante las cargas tributarias y el sostenimiento del Estado del bienestar mediante el pago de impuestos ajustados a la riqueza real disfrutada. La legitimidad de una medida se establece en función de si se puede generalizar: ¿qué sucedería si todos hiciéramos lo mismo que el ministro para gestionar nuestro patrimonio? Si no es generalizable, no es legítima.
La inutilidad, en términos de su contribución al proceso democrático, pone de relieve que estamos ante una medida populista, al margen de otras circunstancias políticas coyunturales (tapar el escándalo Duque). El populismo tiene dos vertientes: por un lado, la construcción de un populus, de un pueblo, mediante distintas artimañas de manipulación, hoy a través de las redes sociales y las fake news, para hacerle pensar, sentir y participar de ciertas respuestas a las inseguridades que le agobia. Se le da una respuesta novelada, falsa y manipuladora a las consecuencias negativas de la globalización. Y, por otro, ese populus, así constituido, convertido en soberano, empoderado, bajo el liderazgo adecuado, no admite ningún tipo de límite, aún menos los de la democracia liberal: sobran instituciones de control (parlamento y tribunales) e, incluso, derechos individuales. En cambio, necesita de cotilleo, de carnaza; la confirmación de que unos ricos, casualmente, los de la derecha, gobiernan para ser más ricos a costa de los pobres, del populus. Éste queda habilitado para aplicar la justicia; no es venganza, es Justicia.
La obligación de la publicación en el BOE de los datos de las declaraciones de bienes y derechos patrimoniales fue introducida en nuestro ordenamiento jurídico por la Ley 5/2006 de regulación de los conflictos de intereses de los miembros del Gobierno, con Zapatero. Y la publicación se condicionaba, al estilo Romanones, a la aprobación del reglamento posterior. No se aprobó; no hubo publicación. La vigente Ley 3/2015 de ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado, ya con mayoría absoluta del PP, mantuvo la obligación. El Gobierno del PSOE, tras 12 años, ha visto la oportunidad para utilizar la información al servicio de sus fines políticos. Lo que no quiso hacer Zapatero, aprobar el reglamento, porque no le convenía, lo remata el Gobierno Sánchez porque ahora sí le interesa. Entre uno y otro, la derecha acobardada, no ha cambiado nada.
NI EL PPni el PSOE se han preocupado por la creación de un mecanismo eficaz e independiente de control y verificación de la información que todos los altos cargos han de facilitar al poco de la toma de posesión. En la actualidad es la Oficina de Conflictos de Intereses, con rango de Dirección General, la que ha de examinar la situación patrimonial. No se conoce que haya detectado ninguna irregularidad. Ni ha ofrecido información de relevancia para el proceso democrático. ¿Cuántos ministros tienen o han tenido sociedades instrumentales? ¿Cuántos han tenido o tienen empresas en paraísos fiscales? Podrá ser legal, pero conocerlo ha de permitir determinar cuál es grado de compromiso del gobernante con los ideales que proclama.
De la misma forma en la que quiero conocer el contenido de los trabajos de máster de Pablo Casado, quiero conocer cuál es la estrategia tributaria seguida por los altos cargos. No hablo de legalidad; hablo de legitimidad; hablo de política; hablo de democracia. Me gustaría saberlo porque la coherencia entre lo proclamado y lo actuado es muy relevante en términos democráticos. España no necesita más palabrerío al servicio del populismo; necesidad veracidad, coherencia, y responsabilidad. Si no hay nada ilegal, no hay razones para ocultarlo; y si es bueno para todos, que se defienda. En eso consiste el debate democrático, la democracia.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Pompeu Fabra.