José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • El republicanismo sabe que a la monarquía la han derrocado los acontecimientos derogatorios y no los procesos constituyentes. Supone que estamos ahora en otro trance derogatorio. Se confunde

Acto sobrio en la Plaza de la Armería del Palacio Real para celebrar la fiesta nacional de España. El Congreso y el Senado, bajo un Gobierno socialista presidido por Felipe González, sostenido por una mayoría absoluta parlamentaria (184 escaños), aprobaron la ley 18/1987 de 7 de octubre en cuyo artículo único se declaraba «Fiesta Nacional de España, a todos los efectos, el día 12 de octubre». Y se justificaba así: “La fecha elegida simboliza la efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de reconstrucción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los Reinos de España en una misma Monarquía, inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”.

Importa destacar que buena parte –quizás la mayor- de la simbología de la democracia española, incluida la que este lunes pudo verse en Madrid, trae causa de decisiones tomadas durante el crucial período de gobierno socialista entre 1982 y 1996. Cuando dirigentes del PSOE recuerdan que su partido fue parte esencial del pacto constitucional, subrayan una verdad histórica, de tal manera que sin el socialismo antifranquista en concurrencia con el comunismo, aunado en las siglas del PCE, nuestra Constitución y nuestra democracia, no hubiesen sido posibles.

Tampoco la monarquía constitucional y parlamentaria cuya mejor descripción fue la que realizó el recordado Alfredo Pérez Rubalcaba en el que quizás fuese su discurso más trascendental en el Congreso. Lo pronunció el 11 de junio de 2014 y con él fijó la postura del grupo parlamentario socialista favorable a la ley de abdicación de Juan Carlos I. El entonces secretario general del PSOE dijo: “En España hay un Rey, pero los españoles no somos súbditos, somos ciudadanos de pleno derecho. De esa soberanía, que reside en el pueblo español, dimanan todos los poderes del Estado, también los de la Corona, cuyas funciones y competencias están tasadas y explicitadas en la Constitución que ha sido refrendada por los españoles. Ese es el origen de su legitimidad. Ese es el origen de la legitimidad de la Corona: la voluntad de los españoles ratificada libre y democráticamente en referéndum”.

Conviene traer al momento actual ese párrafo del discurso de Pérez Rubalcaba. La monarquía se legitima en la Constitución y, por lo tanto, en la voluntad popular. Puede acumular otras legitimidades –la histórica, la dinástica, la de ejercicio- pero la radical, la esencial, es la legitimidad a la que apelaba uno de los mejores dirigentes socialistas que ha dado la reciente historia de España. Este es un aspecto nuclear de nuestro modelo político que el republicanismo en España no puede ni debe obviar. Ni siquiera en estos momentos en los que parece estar sumido en un ataque de ansiedad que se caracteriza por un estado de inquietud, excitación y de extrema inseguridad.

Los sectores republicanos –no todos, pero sí la mayoría- creen que ahora se dan las condiciones idóneas para cuestionar la monarquía parlamentaria: las reprobables conductas conocidas del Rey emérito y el embate del secesionismo catalán en combinación con el desnorte político e ideológico de la extrema izquierda –es decir, de Podemos- instalado en el Gobierno de un PSOE que no es el de Pérez Rubalcaba, ni el de Felipe González, ni siquiera el de Rodríguez Zapatero. Este republicanismo español sabe bien que en la historia de nuestro país a la monarquía la han derrocado (en 1868 y en 1931) no procesos de reforma constitucional sino acontecimientos derogatorios. Y supone que estamos en un trance histórico derogatorio. Se confunde.

La izquierda radical y el separatismo que no se conforman con el pacto constitucional en lo que a la monarquía se refiere –hay que suponer que el PSOE sigue donde estaba según ha declarado el presidente del Gobierno y, este lunes, solemnemente su ministra de Defensa- se han instalado en la agitación de esa ansiedad que les mueve a no reparar en circunstancias decisivas que les volverán a llevar a la melancolía, meta de los esfuerzos inútiles, según diagnosticó Ortega y Gasset.

Se puede impugnar la vigencia de la monarquía parlamentaria porque nuestra Constitución no tiene cláusulas intangibles, es decir, irreformables. La democracia española, a diferencia de la francesa o alemana, no es militante. Los partidos políticos que crean que hay que cambiar la Constitución y abrir un período constituyente pueden plantearlo en sus programas en unas próximas elecciones, no como un desiderátum sino como un objetivo inmediato. Háganlo y veremos si la virtualidad de esa encuesta prorrepublicana que este lunes se difundió en varios medios se convierte en realidad.

Porque si no lo hacen así –por la vía de abrir un proceso constituyente- en el siglo XXI y en un Estado de Derecho perteneciente a la Unión Europea los acontecimientos derogatorios ya no se producen. Isabel II fue destronada en 1868 por la Revolución Gloriosa y Alfonso XIII en 1931 por los resultados de unas elecciones municipales. No huele, como ha escrito mi buen amigo y admirado colega Ignacio Camacho, a los años 30 del siglo pasado. Aquí lo que se olfatea es un ataque de ansiedad, una sensación de urgencia republicana de aprovechar un trance histórico que se cree derogatorio pero que está muy lejos de serlo.

Y la demostración de que no hay sesgo derogatorio fue el acto de este lunes en la Plaza de la Armería. Estuvieron los que tenían que estar y el Gobierno en pleno. Sea porque primó la responsabilidad disciplinada de unos y de otros, sea porque se calculó – y se calculó bien- que la ciudadanía no absorbería otro comportamiento que no fuera el de la correcta presencia institucional, lo cierto es que la ceremonia marcó la certeza constitucional. Esa certidumbre que necesitaba palparse. ¡Y vaya si se palpó!