Carlos Sánchez-El Confidencial
- El 15-M es solo un mito. El mito de lo que pudo ser un país y no lo fue. Hoy es solo una efeméride. El sistema ha sabido reproducirse. Otra oportunidad fallida
El 27 de julio de 2012, apenas un año después del 15-M, ‘The Economist’, el semanario británico, publicó una portada desoladora. El titular jugaba con las palabras ‘Spain’ y ‘pain’ (dolor), y mostraba un toro negro, cabizbajo y derrotado, tras ser vencido por su enemigo en la plaza. La S de ‘Spain’ caía sobre la cerviz del morlaco como si se tratara de un derrumbe, de un sacrificio inapelable. De un holocausto fatal en el sentido etimológico del término que nadie pudiera detener. Irrefrenable. Dejando solo a la vista del lector la expresión ‘pain’, dolor. El dolor de millones de españoles que en esos momentos (5,8 millones de parados y el 27,3% de la población en riesgo de pobreza) sufrían los rigores de la segunda recesión.
El titular fue un mazazo porque ponía a España en el foco de la crisis mundial, pero sobre todo porque el texto que lo acompañaba dibujaba un país sin pulso, en la feliz expresión de Francisco Silvela. Sin aliento para derrotar la fatalidad.
No era solo un problema económico, el sistema político nacido de la Transición estaba agotado y era incapaz de enfrentarse a algunos de los males históricos de España: la corrupción, el sectarismo, la cantonalización, el clientelismo y el caciquismo político y, por supuesto, la ausencia de regeneración de las élites políticas. Los mismos perros con distintos collares. La crisis, de hecho, no había caído del cielo ni era una desgracia bíblica. Se había venido incubando desde principios de siglo, cuando el país vio en la especulación inmobiliaria y en el compadreo político –las recientes detenciones en Valencia no son más que la fotografía en diferido de una época de excesos– su razón de ser.
Lo que realmente escondía tamaña burbuja inmobiliaria, más allá del análisis económico que se haga, era un fallo del sistema político
Ya se sabe cómo acabó la fiesta del ladrillo, pero lo que realmente escondía tamaña burbuja, más allá del análisis económico que se quiera hacer, era un fallo multiorgánico del sistema político. Ni los reguladores habían hecho bien su trabajo ni el sistema judicial estaba en condiciones de frenar la orgía de corrupción. Desde luego, porque el poder político (y también, hay que admitirlo, el mediático) estaba a otra cosa. Probablemente, porque habían fallado todos los contrapoderes (los célebres ‘checks and balances’) que dan carta de naturaleza a los Estados democráticos. Aquellos encuentros en el palco del Bernabéu eran, sin duda, la metáfora perfecta de la corrupción institucional de un país.
Las revoluciones
Se había quebrado, incluso, el sistema de representación, que, por su propia esencia, tiende a reproducirse biológicamente en el tiempo, momento en el que asoman las revoluciones. O las aceleraciones históricas, como se prefiere, que son el reflejo de una nueva correlación de fuerzas en el espacio público. Marx llegó a definir las revoluciones como las locomotoras de la historia, mientras que Isaiah Berlin, siempre escéptico, decía que los hombres que han hecho las revoluciones han entendido por libertad algo que no era más que la conquista del poder. Cánovas, que era todavía más escéptico que Berlin y tremendamente conservador, sostenía que “un hombre honrado no puede tomar parte más que en una revolución, y eso porque ignora lo que es”.
España conoce bien esas asonadas, unas veces militares y otras civiles, sin querer hacer ninguna comparación entre ellas, porque tanto el siglo XIX como gran parte del siglo XX son periodos de grandes frustraciones colectivas y de ansias de libertad en el mejor sentido de la palabra, no en aquel que la manipula de forma torticera para ganar votos. No es necesario recordar los versos más tristes de Gil de Biedma. Precisamente, porque este país, históricamente, ha tenido enormes dificultades para incorporar al sistema político a las nuevas clases emergentes. A las masas, que las llamó Ortega. El cambio, el aire fresco, el oxígeno, siempre ha tendido a pasar de largo. A sucumbir ante una inercia histórica.
Medio año después de que las calles pidieran otro tiempo político, el PP ganó las elecciones con 10,8 millones de votos y 186 diputados
Y eso es, ni más ni menos, lo que estuvo detrás de aquellas semanas. Solo eso. Un problema de representación política para buena parte de la población que se sentía desengañada, que estaba asqueada de tanta palabrería. En particular, en el ámbito de la izquierda.
No estará de más recordar que apenas medio año después de que las calles pidieran un tiempo político nuevo, el PP de Rajoy ganó las elecciones con 10,8 millones de votos y 186 diputados. Conviene recordarlo porque a veces se confunde el 15-M con lo que sucedió posteriormente. La aparición de Podemos, que ahora intenta capitalizarlo, es fruto de los recortes de Rajoy y de los errores estratégicos que cometió Merkel durante la anterior crisis, pero el 15-M nació de los tajos al Estado de bienestar aprobados por Zapatero, y que dejó a la izquierda con un problema de representación política. ¿Qué habría pasado si en la actual crisis Alemania hubiera obligado a ajustar el gasto y a cambiar, incluso, la Constitución? Syriza tiene la respuesta.
Como un aullido interminable
El 15-M no fue, desde luego, una revolución, ni mucho menos la reedición de la Comuna de París, ahora que se cumplen 150 años de la insurrección. Ni siquiera fue una revuelta químicamente pura. Ninguna lo son. De hecho, lo que se produjo fue un acontecimiento que se jugó en múltiples partidas simultáneas, pero con objetivos distintos. Nunca contó con un proyecto político sólido. O, al menos, coherente. Sirvió, eso sí, para descubrir que el rey –no solo en sentido figurado– estaba más desnudo de lo que se creía. Lo estaba y lo sigue estando porque algunos de los males que explicaron el 15-M siguen ahí. Como un aullido interminable, que decía Goytisolo. Incluso, se ha incorporado uno nuevo: la polarización, azuzada por unos y por otros de forma irresponsable.
No puede ser simple casualidad que una década después España vuelve a ser unos de los países más castigados por la crisis
No puede ser simple casualidad que una década después España vuelve a ser unos de los países más castigados por la crisis. O que sea el territorio con más desempleo de Europa, en particular en el ámbito juvenil. O que el 42% de los municipios esté en riesgo de despoblación, como acaba de revelar el Banco de España, lo que convierte a un vasto territorio en un páramo subsidiado y sin futuro. O que sufra un colapso institucional porque los grandes partidos son incapaces de ponerse de acuerdo sobre la renovación de órganos clave en la arquitectura constitucional. O que aún hoy España, en plena revolución tecnológica, gaste en I+D el 1,25% del PIB, menos que hace una década (1,36%).
Desde luego, en este último caso, no por un designio de los dioses, sino porque detrás de este desprecio por la ciencia se encuentra, sin duda, el deficiente funcionamiento del sistema educativo, víctima del sectarismo ideológico y de la paulatina conversión de las enseñanzas medias y universitarias en un bien de naturaleza mercantil, con lo que ello supone desde el punto de vista de la igualdad de oportunidades.
Nada se sabe de realizar una auditoría sobre los compromisos electorales de los partidos, que de forma sistemática son incumplidos, y que era una de las reclamaciones del 15-M. Y, de hecho, desde 2015, ni siquiera se ha celebrado un debate sobre el estado de la nación. Por el contrario, se sigue gobernando por decreto y los diputados son brazos de madera a los que el jefe de filas les dice lo que tienen que votar. Tampoco se ha limitado la concesión de indultos, en particular los relacionados con la corrupción, mientras que los partidos políticos siguen teniendo un comportamiento oligárquico.
Periódicamente, un pequeño grupo dirigente se hace con todo el poder y margina de forma sistemática a las bases y cuadros medios en contra del mandato constitucional, que deja muy claro que están obligados a un comportamiento democrático. La independencia de los fiscales y de los jueces de los órganos superiores respecto de los partidos políticos sigue en entredicho, mientras que nunca más se ha vuelto a hablar de las listas electorales abiertas o de la posibilidad de cambiar la ley electoral para mejorar los mecanismos de representación política. La cooptación sigue siendo el mecanismo preferido de la selección de las élites.
Un recambio generacional
Poco o nada ha cambiado, y esta es la tragedia. Es verdad que el país es más exigente con la corrupción (‘no hay pan para tanto chorizo se decía entonces’) y que hay caras nuevas en el parlamento. Incluso, se ha incorporado al lenguaje político conceptos como transparencia o rendición de cuentas, pero las causas que explican el desasosiego, el malestar ciudadano y hasta la indignación, siguen ahí, aunque no se manifiesten. Probablemente porque es más fácil surfear por los problemas que analizar las causas para transformar la realidad: la globalización, el diseño del euro, la política fiscal, las desregulaciones sin fundamento en el ámbito financiero, el sistema de selección de las élites… Lo que ha habido es un simple recambio generacional. Nada más.
Si España tiene el mayor déficit público de Europa, cuenta con la mayor tasa de desempleo, contabiliza uno de los mayores niveles de deuda pública, es, al mismo tiempo, quien tiene la tasa de temporalidad más elevada de la UE y es unos de los países en los que los jóvenes encuentran más dificultades para comprar una vivienda, será por algo. Como por algo será que sea el país que más necesita el dinero de Europa (junto a Italia). Y es, precisamente, porque no se han atacado las causas de la deficiente calidad de sus instituciones, que en última instancia es lo que pretendía cambiar aquel grito de indignación. No se ha conseguido. Parafraseando al ‘mosso’ que contestó a un manifestante sobre la independencia de Cataluña: ‘El 15-M no existe, idiota’.