Vicente Vallés-El Confidencial

  • El tiempo no pasa lo suficientemente rápido para alcanzar ese momento en el que Pedro Sánchez pueda confirmar –y ojalá ocurra– que España «ha vencido al virus»

«Faltan cien días para la inmunidad de grupo«, nos dijo el presidente del Gobierno el pasado lunes. El martes ajustó la contabilidad para especificar que “faltan noventa y nueve días”. “Faltan noventa y ocho días”, anunció en el hemiciclo del Congreso llegado el miércoles. Alcanzado el jueves, en un acto en la Moncloa, el presidente puntualizó ante los asistentes que “faltan noventa y siete días”. Siguiendo fielmente esa corriente de pensamiento, el viernes faltaban noventa y seis días; ayer sábado, noventa y cinco; y hoy, noventa y cuatro. Mañana, previsiblemente, noventa y tres. Recorriendo con la vista el calendario, el compromiso de Pedro Sánchez nos lleva hasta mediados de agosto. Y, a partir de ahí, a la siguiente promesa: la de haber vacunado al 70% de la población a finales de septiembre. Será una magnífica noticia y es imprescindible que todos hagamos lo que nos corresponde para que se alcance ese objetivo nacional.

“El estado de alarma es el pasado. Hay que mirar al futuro. Y el futuro es vacunación, vacunación y vacunación”, sentenció Sánchez para que su criterio resultara inequívoco: nunca más asumirá la responsabilidad de dar las malas noticias del presente; eso se lo deja a los gobiernos autonómicos, a los tribunales superiores de justicia y, en última instancia, al Tribunal Supremo. La factoría de la Moncloa solo acepta que el nombre del presidente combine con las palabras vacunación y recuperación. La estrategia del optimismo. 

La primera medida en tal dirección la adoptó el pasado verano, cuando renunció al mando único de la gestión de la pandemia. El Gobierno central entregó la responsabilidad a las comunidades, con el objetivo de que el coste político de las restricciones recayera en los dirigentes regionales y nunca más en el presidente Sánchez. Y esa voluntad quedó certificada a finales de octubre cuando estableció el estado de alarma por seis meses, pero solo para delegar su aplicación en los gobiernos autonómicos. 

No es prudente asumir compromisos demasiado firmes cuando su cumplimiento no depende solo de quien se compromete 

Ahora, la gestión para adquirir las vacunas la ha centralizado Bruselas y la administración de las dosis depende en exclusiva de las comunidades autónomas. Pero la propaganda sobre una cosa y sobre la otra pretende apropiársela el alacio de la Moncloa. Y se trata de una apuesta arriesgada, una más de muchas, porque no es prudente asumir compromisos demasiado firmes cuando su cumplimiento no depende solo de quien se compromete. Si tenemos más vacunas disponibles es gracias a los negociadores de la Comisión Europea. Y si vacunamos con mayor velocidad es por la gestión de las consejerías de salud de los gobiernos autonómicos y por el trabajo de los sanitarios. 

Esta estrategia de apropiación –no del todo indebida, pero sí desmedida– se ha demostrado inoperante para el Partido Socialista cuando pretendía ganar las elecciones autonómicas de Madrid. De hecho, si hablamos de propaganda, la maquinaria que trabaja para Isabel Díaz Ayuso en la Puerta del Sol ha demostrado una eficiencia notablemente superior a la que trabaja para Pedro Sánchez –y trabajó para Ángel Gabilondo– en la Moncloa. 

Pero, lejos de replantearse el camino a seguir después del 4-M, la decisión es mantener la misma meta final y, también, las metas volantes previas. Esas metas volantes consisten en repetir a diario las bienaventuranzas sanitarias –gracias a las vacunas– y las económicas –gracias a los fondos europeos de recuperación– que encontraremos a la vuelta del verano. Lo peor quedó atrás. Lo mejor llegará pronto. Y, entretanto, en el presente hablemos de septiembre. 

En eso está Pedro Sánchez veinticinco años después, en durar. Para empezar, que su gobierno llegue a septiembre sano y salvo 

El tiempo no pasa lo suficientemente rápido para alcanzar ese momento en el que Pedro Sánchez pueda confirmar –y ojalá ocurra– que España «ha vencido al virus». Esta vez sí, no como se nos anunció en junio del año pasado con una firmeza que se ha demostrado altamente prematura. Hasta que ese momento llegue, las decisiones incómodas sobre restricciones las adoptarán otros, pero las noticias agradables las dará el Gobierno central: la vuelta –aunque muy escasa y limitada– de espectadores a los estadios de fútbol, la llegada de más dosis de las vacunas de las inicialmente previstas, la apertura al turismo o, quizá, la liberación de la mascarilla al aire libre en verano. Quién sabe. 

En la primavera de 1996, José María Aznar acababa de alcanzar el poder gracias al apoyo de los nacionalistas catalanes. Su debilidad parlamentaria hacía dudar de la longevidad que llegaría a alcanzar su gobierno. En aquellos primeros días se convocó a los periodistas a un encuentro con el secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Rodríguez, que hoy es el hombre que susurra al oído de Ayuso. Se le preguntó cuál era el objetivo del nuevo gobierno. La respuesta fue breve, rotunda y muy sincera: “durar”

En eso está Pedro Sánchez veinticinco años después, en durar. Para empezar, que su gobierno llegue a septiembre sano y salvo. Como en el título de la famosa canción de Green Day, despiértame cuando termine septiembre (‘Wake Me Up When September Ends’).