Francesc de Carreras-El Confidencial

  • Desconfiemos de las primarias, pero no de la posibilidad de democratizar los partidos: existen otros modelos participativos para que se acerquen al ideal siempre inalcanzable que es la democracia

El PSOE de Andalucía ha puesto en marcha un proceso de elecciones primarias para designar al candidato a presidente que deberá concurrir a las elecciones autonómicas de aquella comunidad. Todos los afiliados andaluces de este partido tienen derecho a participar en estos comicios internos.

¿Este procedimiento de elección de candidatos es un buen método para que los partidos sean internamente democráticos? En todo caso, la Constitución exige que los partidos sean democráticos y establece en su art. 6 que su estructura interna y su funcionamiento deberán tener este carácter. Ello encuentra sentido en la función que el mismo artículo les atribuye: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Es decir, el pluralismo y la participación política son elementos esenciales para formar la voluntad popular y los partidos políticos son elementos centrales e imprescindibles para conseguirlo. Lo cual significa que sin partidos políticos no hay democracia, pero esta no funciona bien si estos partidos no son democráticos. 

Nunca ha habido tan poca democracia interna en los partidos como tras generalizarse las primarias 

Llegados a esta conclusión, empiezan los problemas. La ley de partidos políticos establece algunos vagos principios para garantizar que este artículo 6 se cumpla. Estos principios se han aplicado de forma muy diversa por cada partido en virtud de su libre ejercicio del derecho de asociación, pero siempre estas formas han sido criticadas al ser consideradas insuficientes.

La última ola para democratizar los partidos empezó en el PSOE de 1998, de forma algo traumática, cuando Josep Borrell, en elecciones primarias, derrotó a Joaquín Almunia. En los años siguientes, especialmente tras el embate populista del 15-M – ¿recuerdan lo de «no nos representan»?- las primarias se fueron imponiendo en una u otra de sus formas. Fue entonces cuando se vio claro que no eran más que una impostura, un procedimiento que en lugar de democratizar los partidos los convertía en estructuras rígidas y autoritarias en las que se impedía más que nunca el debate interno. Nunca ha habido tan poca democracia interna en los partidos como tras generalizarse las primarias. 

La razón era muy simple: se entendió mal lo que era una democracia y se aplicó a los partidos esta mala forma de entenderla

La razón era muy simple: se entendió mal lo que era una democracia y se aplicó a los partidos esta mala forma de entenderla. En efecto, y simplificando mucho, la idea democrática se compone de dos elementos básicos: la elección de quienes gobiernan y el control de estos por parte de los gobernados. Ambos elementos – elección y control – son esenciales, si alguno falta no hay democracia. La elección otorga al gobernante su legitimidad de origen y el control su legitimidad de ejercicio. Así sucede en las elecciones legislativas entre electores y elegidos, así también en las relaciones entre gobierno y oposición en el interior de la vida parlamentaria.

En las primarias de los partidos se utiliza solo el primer elemento, la elección, pero se elimina el segundo, el control. Una vez elegido, el vencedor hace y deshace sin tener que dar cuenta nadie porque lo primero que lleva a cabo es designar una ejecutiva de adictos, que le deben a él sus cargos, relevar a quienes no son de toda confianza y gobernar el partido sin control interno alguno, solo con el control externo de la opinión pública. Si a todo ello acumula estar en el Gobierno – con los instrumentos que este le proporciona y los cargos que puede repartir para ganar adeptos – su poder aún es mayor.

Con la legitimidad de origen le basta para ejercer su poder, no necesita legitimarse en el ejercicio del mismo

En definitiva, las primarias en los partidos están copiadas de las formas democráticas populistas: elecciones sin control. Todo depende del líder que no puede rendir cuentas a otros órganos – como en las democracias liberales sucede con los parlamentos – porque su legitimidad proviene solo de la elección de las bases militantes a las que no se les da ni voz ni voto hasta las próximas elecciones. Al dominar el aparato del partido, esta próxima elección puede estar en principio perfectamente amañada para salir reelegido y así perpetuarse en el poder. Con la legitimidad de origen le basta para ejercer su poder, no necesita legitimarse en el ejercicio del mismo.

Sin embargo, como hemos insinuado, esta fórmula populista de primarias en los partidos tiene, afortunadamente, un punto débil y decisivo. Este líder en apariencia todopoderoso está siendo observado por algo que en principio no controla: la opinión pública formada con base en el ejercicio por parte de los ciudadanos de la libertad de expresión y los derechos de asociación y reunión.

Desde el interior de su partido no surgen críticas, sino que estas se sitúan en lo que suele denominarse sociedad civil y, de manera inapelable, en el posible resultado adverso de las próximas elecciones. En caso de perderlas todo el edificio partidista, jerárquico y callado, se le desmorona como un castillo de naipes. Hasta los más adictos le reprocharán sus errores a pesar de haberlos silenciado mientras el partido estaba en el poder o tenía serias opciones para alcanzarlo. Así es de miserable la condición moral de algunos. 

Por tanto, los medios de comunicación, generadores de la opinión pública, son elementos esenciales de toda democracia, de ahí la obsesión del que está en el poder político para someterlos, sean públicos o privados. Una opinión pública libre es un elemento esencial de toda democracia, para comprenderlo en muy conveniente leer y releer el capítulo segundo del librito ‘Sobre la libertad’ de Stuart Mill, escrito a mediados de siglo XIX: los clásicos nunca mueren

Mientras tanto, desconfiemos de las primarias, pero no desconfiemos de la posibilidad de democratizar los partidos: existen otros modelos participativos para que se acerquen al ideal siempre inalcanzable que es la democracia.