Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, Pedro y Pablo, rubricaron el martes su acuerdo con un estrecho abrazo, uno de esos intensos magreos cuerpo a cuerpo al que únicamente faltó el beso en la boca, en reedición de aquel famoso “beso de la muerte” con el que Erich Honecker y Leónidas Breznev sellaron en Berlín su alianza en junio de 1979, beso de solidaridad socialista, achuchón de los que quitan el hipo entre dos personajes que pugnaban por sobrevivir (al miedo en la ex República Democrática Alemana; a la miseria de la extinta Unión Soviética), un beso de “hermanos” en apuros, entonces, que fue más tragedia griega que gesto erótico, un morreo de circunstancias, ahora, capaz de taponar las vías de agua que anegan las dependencias de nuestros Picapiedra tras los malos resultados del 10-N, grotesco arrechucho de los que comprometen, de los que empañan para siempre un futuro. Pablo cierra los ojos cuando abraza a Pedro (“Amor empieza por desasosiego,/ solicitud, ardores y desvelos;/ crece con riesgos, lances y recelos;/ susténtase de llantos y de ruego”), porque fuera de ese forzado chick to chick no hay vida ni para Pedro ni para Pablo, que estamos ante un ósculo envenenado, letal anhelo que anuncia la vuelta del Frente Popular con el deseo de acabar con ese desprecio mutuo que siempre enfrentó a comunistas y socialistas sobre la piel de toro.
El abrazo del miedo, sí. El flamante Gobierno socialcomunista que el martes se anunció en sede monclovita se ha dejado en la gatera del 10 de noviembre 1.415.000 votos en números redondos y diez escaños. Por encima del desastre anunciado de Ciudadanos y más allá del coscorrón de Podemos, el gran perdedor de esta estulta elección ha sido Sánchez, el tipo que, ambicionando llegar a los 150 escaños, ha retrocedido a los 120. Por mucho que airee su condición de candidato más votado, no hay perdedor más cualificado que él en tanto en cuanto responsable único de esa arriesgada vuelta a las urnas con la que pretendía conquistar los cielos para terminar dejándose los dientes sobre el asfalto en un tortazo de dimensiones histéricas, grotesca cosecha escrupulosamente ocultada por los medios de comunicación afectos, que son casi todos. ¿Con qué prestigio, con qué crédito, con qué autoridad, podía este perdedor adentrarse en la compleja operación de formar un Gobierno con algún sentido de lo “nacional”?
En realidad, Sánchez debería haber dimitido el lunes 11, después del ridículo alcanzado en estas nuevas elecciones que nadie quería, que han paralizado el país durante meses y han costado cientos de millones. Fue lo que hizo el ex premier británico David Cameron el 24 de junio de 2016, al día siguiente de haber perdido una absurda consulta sobre la continuidad del Reino Unido en la UE que nadie le había pedido. “Han pasado ya tres años desde la celebración del referéndum de la salida del Reino Unido de la UE. No ha habido un solo día en el que no haya pensado en mi decisión de convocar esa consulta, ni en las consecuencias que acarreó hacerlo”, asegura el ex premier en el arranque de “For The Record”, su libro de memorias de reciente aparición. Un error que le perseguirá mientras viva, llamado a tener una profunda influencia en la vida de millones de británicos.
Enfrentado al dilema “susto o muerte”, Sánchez ha elegido fundirse con Iglesias sin haber intentado siquiera una protocolaria conversación con Pablo Casado
“Cualquier dirigente político cabal lo hubiera hecho sin dudarlo. Pero Sánchez ha resultado no ser un dirigente cabal, sino un insensato sin escrúpulos que no duda en destruir el partido que con tanto desacierto ha dirigido antes que reconocer su enorme fracaso”. El párrafo pertenece a un editorial de El País publicado el 1 de Octubre de 2016. “Salvar al PSOE” se titulaba el escrito, que acompañaba un subtítulo según el cual “El cese inevitable y legítimo de Pedro Sánchez es la única salida para el partido” (…) “Hemos sabido que Sánchez ha mentido sin escrúpulo a sus compañeros. Hemos comprobado que sus oscilaciones a derecha e izquierda ocurrían únicamente en función de sus intereses personales, no de sus valores ni su ideología, bastante desconocidos ambos. Admitimos no tener gran confianza en su capacidad de rectificar…”. Esto publicaba El País cuando todavía no era el Pravda en que se ha convertido hoy, un panfleto al servicio de la izquierda radical enemiga de la Constitución. En la noche del martes, destacados miembros de la redacción del diario que sostienen Santander, Telefónica y La Caixa brindaron con cava para celebrar “el Gobierno del Frente Popular”.
Gobierno del miedo, sí. El miedo que se apoderó de Sánchez tras los resultados del domingo pasado y que le ha llevado a refugiarse en los brazos del ‘Coletas’ antes de que su nombre saltara a la palestra y fuera señalado con el dedo como el gran obstáculo que se yergue ante el futuro de una mayoría de españoles. Porque si algo bueno han tenido esos comicios ha sido el poner en evidencia, incluso para los más lerdos del lugar, que el problema del PSOE, y el de España por extensión, se llama Pedro Sánchez Castejón, un aventurero de la política sin escrúpulos, dispuesto a todo con tal de dormir en La Moncloa. Por suerte tenía al lado a otro náufrago necesitado de un salvavidas que le permitiera seguir vivo después de varias elecciones perdiendo votos de forma imparable. También Pablo necesitaba un acuerdo rápido, y por eso cierra los ojos cuando, en profunda comunión, se abraza con Pedro, pilares ambos dañados de un dique que se hunde en plena tormenta.
Rivera tenía razón
Miedo es la palabra. Enfrentado al dilema “susto o muerte”, Sánchez ha elegido fundirse con Iglesias sin haber intentado siquiera una protocolaria conversación con un Pablo Casado al que el lance ha pillado con las calzas en los tobillos tras las tapias de un cementerio de pueblo. Al final, Rivera estaba en lo cierto: Sánchez tenía hecho el pacto con Podemos y su “banda”, pacto que guardó en un cajón en la esperanza de fortalecer su posición el 10-N hasta el punto de permitirle gobernar en solitario sin la compañía de gente tan poco glamurosa, tan escasamente soigné como ese ‘Coletas’ con aspecto de no haber pisado nunca una ducha, que acude en vaqueros al acto más importante de su vida. Estamos ante un pacto cuya trascendencia el tiempo dirá, pero que claramente apunta al final del Régimen del 78 y el principio de un periodo de incertidumbre en el que todo está en juego, empezando por la Constitución y terminando por la propia Monarquía (hay quien sostiene que Felipe VI se enteró el martes, estando ya en La Habana, del apaño urdido por Pedro y Pablo).
Ocioso resulta describir el horizonte económico que nos aguarda con un presidente débil al frente del Ejecutivo y un vicepresidente que tiene a la Venezuela chavista por modelo. Se viene más gasto público, más deuda, más déficit, más impuestos, más destrucción del tejido empresarial y más paro. Naturalmente, más subsidios. Más gente a vivir del momio. Como el viernes publicaba este diario, Podemos espera colocar un centenar de altos cargos en el Gobierno. Las masas reclaman gasto y los políticos irresponsables se apresuran a satisfacerles. No pocas operaciones a punto de madurar se han parado en seco, mientras el dinero huye tratando de ponerse a salvo de los sacamantecas. Justo lo contrario de lo que necesita el país, que no es otra cosa que atraer inversión dispuesta a generar actividad y empleo.
Ocioso resulta describir el horizonte económico que nos aguarda con un presidente débil al frente del Ejecutivo y un vicepresidente que tiene a la Venezuela chavista por modelo
No es probable que el experimento dure mucho, puede que 12 meses, tal vez 18, quizá 24 de caída al vacío. La izquierda española y sus aliados nacionalistas parecen reclamar el paso durante una temporada por las calderas de Pedro Botero de la destrucción de la economía (y tal vez del régimen constitucional), las mismas calderas en las que se coció Grecia antes de empezar a crecer como lo hace hoy, una vez aventadas las soluciones milagrosas que pregona el populismo rampante. Y se viene también una “solución” al problema catalán con un Gobierno necesitado del apoyo separatista y un vicepresidente partidario del derecho a decidir. Cataluña es la clave del arco del incierto horizonte que nos aguarda. Se avecina una crisis institucional de grandes proporciones. El mismo martes, el peneuvista Aitor Esteban, uno de esos “moderados” muy del gusto de nuestros Chamberlain de ocasión, reclamaba a Pedro y Pablo “una solución a los problemas de encaje territorial de la nación vasca y de la nación catalana”, mientras que ERC, la formación que tiene la llave de la investidura, se daba prisa en aclarar que todo dependerá de que “el candidato socialista acepte negociar el derecho de autodeterminación”.
Las exigencias del nacionalismo
Hay quien argumenta que el listón de las exigencias del nacionalismo estará situado a tal altura que el experimento no llegará a ver la luz porque Sánchez no podrá saltarlo, no tendrá valor, cómo se va a atrever, no hombre no, eso es imposible… Pero a uno se le antoja que el sujeto no se hubiera embarcado en operación tan arriesgada de no haber tenido todos los cabos atados con antelación. Estamos ante un tipo dispuesto a todo con tal de disfrutar del poder en solitario y, como mucho, en compañía de esa mujer que se exhibe dando palmas desmayadas al modo ‘dama pija’ sobre un tablao de la calle Ferraz.
-¡No te preocupes, Begoña, que de aquí no nos sacan ni con buldócer!
No es aventurado pensar que sacará adelante la investidura y también, aunque más difícil, los primeros Presupuestos Generales del Estado (PGE). Pura cuestión de precio. Y si hay Presupuestos habrá legislatura para al menos un par de años. Lo que es seguro es que no habrá unas terceras elecciones. Escaldado, Sánchez es el único candidato que bajo ninguna circunstancia podría ir a nuevas generales sin grave riesgo para su salud. No sé si a estas alturas hay algún margen para la cordura en el candidato socialista. Tampoco sé si en el PP de Casado aletea alguna idea distinta a la de esperar a ver pasar por la puerta el cadáver de su enemigo, para intentar después reinar sobre un paisaje de escombros. Los clásicos del PSOE están muy enfadados, se dice en la Corte, pero no se advierte en ellos disposición heroica alguna a protagonizar revuelta de mayor cuantía. Felipe se ha limitado a enarcar una ceja cual gatazo cansado y castrado, y uno de Extremadura ha dicho que se va del PSOE si ocurre lo que parece va a ocurrir, cuando lo cierto y verdad es que hace tiempo que el nuevo amo les puso en la calle a todos.
He ahí un país prisionero del capricho de un buscavidas de la política, un vendedor de humo sediento de protagonismo, contra el que nada parecen poder ni partidos ni instituciones. País inerme, perdido en el mar de los sargazos de su inanidad. “¿Debe la democracia, por principio, tolerar a aquellos que quieren destruirla?”, se pregunta Raymond Aron. Acabamos de ver en Chile lo que cuesta volver del revés la que parecía nación más estable y próspera de América del Sur. Quince días a hierro y fuego han bastado para poner a Sebastián Piñera de rodillas, dispuesto a pagar el rescate de la nueva Constitución que reclama la izquierda. Lo estamos viendo en nuestra Cataluña. “O independencia o barbarie”, es el nuevo lema de los CDR de Torra y familia. Cortar carreteras, bloquear trenes e incendiar contenedores constituye un “adecuado ejercicio del derecho de manifestación”. Territorio sin ley, país sin Gobierno. No hay sociedad civil, ni intelectuales, ni empresarios. Los Botín, Pallete y Fainé callan emboscados sin decir ni mu. Y los dueños de las televisiones desde las que diariamente se conspira contra la unidad de España siguen haciendo caja, que es lo suyo. Este es país de cobardes. Y de traidores.