Ignacio Camacho-ABC
- Manglano se movía en esa zona gris del poder donde rige un pragmatismo poco respetuoso con las reglas del juego limpio
Aunque son los agentes dobles, ésos que Cuartango disecciona con bisturí literario en su último libro, los que han forjado la mitología del oficio, la misión de la mayoría de los agentes secretos no consiste en espiar para fuera sino para dentro. Ése fue el trabajo esencial de Emilio Alonso Manglano mientras dirigió el Cesid durante catorce años: preservar la seguridad nacional -ambiguo concepto- desde lo que Felipe González llamaba «las cañerías del Estado». No siempre lo hizo bien ni se atuvo a los protocolos establecidos porque en esa zona gris del poder rige un pragmatismo poco respetuoso con las reglas del juego limpio. Su papel en la creación de los GAL tiene muchos contornos sombríos y además cayó en la tentación de escuchar sin permiso a empresarios, periodistas y políticos. Lo que sí mostró siempre fue voluntad de servicio y lealtad absoluta a quien lo había nombrado, si bien interpretó a menudo esos principios como salvoconducto de inmunidad en el desempeño de un cargo que tuvo que abandonar atrapado en una cremallera de escándalos. Vista desde lejos, con la distancia del tiempo, en su ambigua trayectoria resalta el esfuerzo por embridar las tentaciones involucionistas del Ejército y el desmantelamiento de una conspiración golpista posterior a la intentona de Tejero.
El valor esencial de los papeles que hoy empieza a publicar ABC, espigados y contrastados con minuciosidad durante meses por Javier Chicote y Juan Fernández-Miranda, es que se trata de notas privadas, una especie de puntilloso dietario donde el militar registraba, sin aparente afán de posteridad, conversaciones, citas y gestiones varias de su día a día al frente de ‘La Casa’. Constan en ellas apuntes delicados sobre episodios sumamente antipáticos, en los que ciertos protagonistas de la vida pública española de la post-Transición salen bastante mal perfilados. Pero su autenticidad indubitada los convierte en un testimonio histórico de enorme relevancia. Nada menos que el del jefe de los espías, encargado de identificar y neutralizar amenazas durante una etapa clave en el asentamiento de la democracia. Y en ese sentido el relato no es apto para remilgos de almas cándidas.
Manglano se movía, como todos los de su especie, en terrenos confusos cuando no turbios, en esa penumbra «del salón en el ángulo oscuro» donde a nadie le conviene preguntar cómo se resuelven los asuntos. Al contrario que el coronel encarnado por Nicholson en ‘Algunos hombres buenos’ -«tú te acuestas bajo la manta de la libertad que yo te proporciono y luego cuestionas el modo con que te protejo»-, cuando tuvo que comparecer en un banquillo permaneció callado y al final salió absuelto. Siempre fue consciente de que valía lo que valiese su silencio y se lo llevó a la tumba sin ponerle precio. Sólo que a veces el periodismo tiene la ingrata, necesaria obligación de romperlo.