Ignacio Camacho-ABC
El liderazgo de Sánchez es un monumento al aventurerismo, una carrera de saltos al vacío y piruetas ventajistas que han convertido 2019 en un año yermo, políticamente baldío. Ni siquiera sometiendo a la nación al estrés de dos elecciones consecutivas ha podido superar su estigma de gobernante interino
Toda la trayectoria pública de Pedro Sánchez constituye un monumento al aventurerismo. Desde que ganó por primera vez las elecciones internas de su partido hasta este fin de año presidido por el intento de tejer una incierta alianza con el independentismo, pasando por su asalto al poder mediante una censura parlamentaria urdida con un burdo -y tardíamente desenmascarado- pretexto jurídico, la carrera del actual presidente es una serie encadenada de piruetas arribistas y saltos al vacío. Su estancia en el poder, la mitad en funciones y la otra mitad en una especie de mandato interino, no ha tenido más logros que los de una contradictoria sucesión de trampas ventajistas, autodesmentidos, contradicciones y lances propagandísticos. Su instinto de resistencia, impúdicamente pregonado en un libro, esconde la clamorosa evidencia de un liderazgo impostado, falto de base ideológica o intelectual, meramente postizo. Ni siquiera ha sido capaz, al cabo de dos elecciones organizadas desde La Moncloa, de romper el bloqueo que provocó él mismo en la búsqueda de un pedestal para su precario equilibrio. Empeñado en apoyarse en los adversarios del constitucionalismo, ha demostrado que el bloque de la moción, lejos de representar una coyuntura de emergencia, es el verdadero soporte de su escuálido proyecto político. Sin más objetivo que el del disfrute de un cargo en el que apenas ha podido ejercer más que un cierto protocolo representativo, ha convertido 2019 en un ejercicio yermo de leyes y de medidas, institucionalmente estéril, baldío.
Casi es mejor así, porque de un dirigente como él no cabe a estas alturas esperar nada sensato al frente de las responsabilidades plenas de la dirección del Estado. Al menos en esta desleída función sin facultades reales de mando no ha dispuesto de la capacidad de hacer daño y el país está dotado de una estructura social y económica lo bastante sólida para funcionar por su cuenta durante un cierto plazo. Habrá que ver, sin embargo, si ese armazón civil puede resistir el entramado de intereses contradictorios que se está fraguando bajo un programa común que en la práctica supone el desmantelamiento de un modelo de convivencia contrastado con aceptable balance práctico. La intolerable oscuridad de la negociación en curso sugiere lo contrario: mal principio apunta un pacto urdido a escondidas de la mirada de los ciudadanos, en un ambiente vergonzante, subrepticio, casi furtivo de puro opaco.
Está muy dicho que la proclamada vocación rupturista de la totalidad de los posibles socios de investidura entraña para la nación una amenaza inquietante: los que no son partidarios de la desintegración territorial cuestionan la Carta Magna en sus principios esenciales. Empero, aún resulta más grave que el único anclaje constitucional teórico de esa amalgama sea el PSOE de Sánchez, porque como partido carece de vertebración orgánica para embridar a un líder al que le faltan credenciales en la defensa de las instituciones claves. El silencio presidencial ante los ataques del separatismo al discurso navideño del Rey es la última demostración de ese carácter plegable que lo lleva a sentarse a negociar con los autores convictos de una sedición, a permitir que la decisión última sobre su propia candidatura la tome un condenado desde la cárcel o a presionar a los cuerpos jurídicos estatales para que cedan al chantaje. Tampoco el contenido del acuerdo con Podemos se conoce más allá de unas vagas afirmaciones exentas de detalles; sí se sabe, por el contrario, que Iglesias y otros dirigentes están mediando con Esquerra Republicana a cambio de ignoradas -aunque sospechadas- contrapartidas en un juego que en cualquier democracia se consideraría aberrante. Porque supone, en la práctica, la entrega de los resortes cruciales del Estado a un conjunto de insurgentes y facciosos que se han amotinado contra los principios legales y que aspiran de forma explícita a derogar el régimen monárquico o la soberanía indivisible contra la que ya han perpetrado un sonado sabotaje.
Este proceder corrosivo, dañino, se ha convertido para el sanchismo en la norma de funcionamiento, una rutina desaprensiva que ha instalado a la política nacional en la parálisis durante un año y medio sin obtener un solo efecto que pueda calificarse como algo parecido a un acierto ni servir al menos para despejar el sistemático bloqueo. El presidente ha sometido a los ciudadanos al estrés de otras dos elecciones consecutivas que han resultado para sus intereses cualquier cosa menos un éxito. Y en ambos casos ha desdeñado la posibilidad de trazar con el centro derecha el único compromiso estratégico que podría garantizar una mayoría estable y solvente de Gobierno. Los problemas endémicos de la sociedad española continúan estancados y los indicadores de crecimiento, pese a la inercia dinámica de los últimos tiempos, empiezan a ofrecer síntomas de retroceso. Pero el dirigente que debería liderar la respuesta a esos retos, incluido el del conflicto catalán, sólo permanece atento al empeño de establecer un frente común, que sarcásticamente denomina «de progreso», con los partidos que en vez de reconstruir el país se proponen romperlo y tras fracasar en una primera tentativa anuncian con desparpajo su voluntad de intentarlo de nuevo.
El aventurero profesional no parece inmutarse ante la evidencia de que los enemigos del sistema constitucional lo consideren, aunque sea como mal menor, la opción que les puede proporcionar mejores bazas. En su perpetua huida adelante tal vez sueñe con ganarse su confianza para después hacer con ellos lo mismo que con todos los que han dado algún valor a su palabra. Pero sus prisas por cerrar cuanto antes la investidura, si es necesario en esa víspera de Reyes que para millones familias representa una fecha mágica, revelan un fondo de seguridad muy escasa, una convicción débil, rayana en el estado de alarma. No es imposible que incluso un oportunista tan consumado, un experto jugador de ventaja, un tahúr acostumbrado a usar cartas marcadas y demás martingalas, empiece a ser consciente de que llega un momento en la vida en que la suerte acaba por volver la espalda.