Antonio Rivera-El Correo
La reiteración del mal lo banaliza. Luciano Rincón escribía en 1980: «En Euskadi la muerte, como arma política, ya no sirve para nada. Ni siquiera para producir horror»; se había convertido ya para entonces «en un elemento del ejercicio cotidiano de la ciudadanía». Quizás por eso, veinte años después, nos costó darle al atentado que acabó con Fernando Buesa y con el ertzaina Jorge Díez Elorza la entidad que suponía. La última vez que se había asesinado a un diputado general fue cuando los fascistas sublevados mataron a Teodoro Olarte en la noche del 18 de septiembre de 1936 en el río Bayas, cerca de Miranda. La última vez que se había asesinado a un consejero fue cuando los fascistas sublevados ejecutaron a Alfredo Espinosa, un 24 de junio de 1937, en la prisión de Vitoria, «por adhesión a la rebelión». Buesa lo fue por ETA «por su odio y opresión hacia Euskal Herria». Había sido vicelehendakari del Gobierno vasco, consejero de Educación, diputado general de Álava, portavoz parlamentario del Grupo Socialista Vasco, miembro de las Juntas Generales alavesas y concejal del Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz. Sin duda, estamos ante el cargo institucional más relevante contra el que actuó con éxito ETA durante la democracia. Pero no le dimos entonces la relevancia que tenía.
En la trayectoria de ETA ha habido instantes de gravedad extrema: los «años de plomo» de 1978 a 1980 o los atentados masivos de finales de los ochenta (Hipercor, Vic, Zaragoza, República Dominicana en Madrid), e incluso los intentos frustrados contra el Rey Juan Carlos o el presidente Aznar. Sin embargo, el que inició el asesinato del teniente coronel Blanco García (enero de 2000), el primero tras romper su tregua la banda terrorista, fue una sucesión inacabable de crímenes de importancia cualitativa: Buesa, el fundador de Comisiones Obreras López de Lacalle, el exgobernador de Gipuzkoa y también comunista en la clandestinidad Juan Mari Jauregi, el presidente de la patronal y simpatizante nacionalista José Mari Korta, el exministro Ernest Lluch y el atentado fallido contra el exconsejero José Ramón Recalde. Además de ellos, a no olvidar, veintitrés asesinatos en total en un año vivido como una montaña rusa, cuando sin reponernos de una emoción por un crimen afrontábamos el siguiente. En un tiempo donde la reacción social contra los atentados se había consolidado y cada uno daba lugar a expresiones masivas que captaban la atención informativa mientras duraban.
Asesinatos a manos de ETA como los de Fernando Buesa y su escolta, Jorge Díez, desgraciadamente, sirvieron para algo
El asesinato de Gregorio Ordóñez (enero de 1995) había inaugurado brutalmente esta dimensión cualitativa de la llamada «socialización del sufrimiento». Su complemento era la kale borroka, aquel terrorismo ubicuo de baja intensidad que sobredimensionaba la presencia amenazante de ETA y de su entorno tras la detención de su cúpula en Bidart (1992), y que extendía la condición de posible víctima al conjunto de la población vasca. Una demostración postrera de fuerza que se constituyó en la corbata con la que finalmente se ahorcó la banda: al reconocerse como una víctima aleatoria e hipotética, la ciudadanía vasca dejó de mirar para otro lado de manera definitiva. Los otros eran ellos mismos. Pues bien, en 2000 se duplicaron los actos de kale borroka (630 actuaciones), aunque sin alcanzar la cota insoportable de 1996 (1.136). Todo era un entramado perfectamente ideado para ejercer terror en la población y debilitar a los diferentes gobiernos. La estrategia terrorista expresada de forma nítida.
Ahora sabemos que todos aquellos eran los últimos coletazos de la bicha. Entre 2000 y 2004 se gesta su declive final, explicado por la detención continuada y acelerada de sus sucesivos líderes -en particular Mikel Antza, el que heredó la jefatura tras Bidart-, y el desmantelamiento de su aparato logístico, todo por mor de la eficacia policial y judicial. En ese momento más de la mitad de los comandos eran detenidos antes de su primer atentado. El viejo mecanismo «acción-represión-acción» había desaparecido. En las cárceles se le abrió a ETA otra vía de agua: algunos de sus antiguos jefes dudaban de su eficacia y del sentido de continuar matando. La dirección reconocía su incapacidad para seguir haciéndolo. A partir de 2004 se aceleró el final y ETA empezó a contactar con intermediarios que decoraran su previsible derrota (Currin al frente). Antes, el Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo, la Ley de Partidos y la consiguiente ilegalización de Herri Batasuna había dejado al pez sin agua. La estrategia antiterrorista expresada en su forma más precisa y eficaz.
2000 fue el año en que «vivimos peligrosamente». De manera retrospectiva todo cobra sentido, pero nuestra sensación entonces fue de zozobra absoluta, de desesperación, de un miedo incontrolable. Pero, como puede verse, asesinatos como los de Fernando y Jorge, desgraciadamente, sí que sirvieron para algo.