Ignacio Camacho-ABC
- El virus ha puesto a prueba el vigor moral para afrontar problemas que cuestionan nuestra falsa convicción de fortaleza
Tengo una mala noticia que darte, aunque la sabes de sobra, y es que la culpa de lo que nos ha sucedido no es del calendario. Y por tanto, más allá del desahogo supersticioso propio del ser humano, los problemas no van a desaparecer porque cambiemos de año. Es cierto que ahora existen motivos de esperanza que no teníamos en marzo, pero acuérdate de la ley de Murphy y de la estúpida, artificial euforia del último verano. O de la ingenuidad con que en la pasada Nochevieja brindábamos por 2020, seguros de que el futuro estaba en nuestras manos, sin sospechar ni remotamente su sesgo dramático. Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes, dice el adagio.
Así y todo, y admitiendo que mi fe en la especie es, por decirlo de alguna manera, bastante contenida, no seré yo quien enfríe tu optimismo siempre que no lo cifres en la esfera política. Podemos confiar en la ciencia, en el progreso de la tecnología, en la generosidad y la entrega de los profesionales de la sanidad, en el esfuerzo de la medicina. Cosa distinta es la respuesta colectiva de una sociedad desacostumbrada a cuestionarse a sí misma y a identificar las debilidades de su forma de vida. Eso es lo que la epidemia ha puesto a prueba: la capacidad moral de enfrentarnos a problemas que derriban o superan nuestra falsa convicción de fortaleza. Para disimular esa perplejidad hemos llamado resistencia a permanecer en casa, como si estuviéramos en una trinchera, y en una ridícula impostura de historicidad épica hubo quien comparó la clausura domiciliaria con una situación de guerra. Nuestra confortable mentalidad burguesa ha banalizado tanto la libertad auténtica que hemos acabado por cifrarla en salir a tomar una cerveza.
Es por ahí, por esa rendija de expectativas, por donde el populismo, que hoy día es la esencia de la política, ha intentado y tal vez conseguido cambiarnos la perspectiva con su máquina de fabricar mentiras. No te las repetiré hoy, ya las conoces y es muy larga la lista. La más obscena, la más deshonesta, la más indigna ha sido la de ocultar los muertos para dibujar una realidad alternativa y camuflar la reacción tardía, la incompetencia, el sectarismo o la desidia en una burbuja de fanfarria propagandística. Y cuando esto acabe aún te dirán que fue un éxito, que la tragedia que negaron la han solucionado ellos y que merecen tu agradecimiento. Que todo fue transparente, escrupuloso, perfecto. El colapso hospitalario, el fracaso sistémico, el engaño de Estado o la larga suspensión de derechos terminarán convertidos, como el golpe secesionista de Cataluña, en un mal ensueño. Al tiempo.
Y como estaremos contentos por dejarlo todo atrás es probable que hasta aceptemos que para salir de la zozobra y alejar el miedo sea necesaria una dosis de olvido terapéutico. Quizá empiece esta noche, alzando una copa al cielo y deseándonos -toca madera- un feliz año nuevo.