Iñaki Ezkerra-El Correo

El respeto hacia la vocación de médico se ha devaluado de modo vertiginoso e injusto

Pues sí. Uno es de los muchos ciudadanos que se asoman a diario a las 8 de la tarde por la ventana para aplaudir a ese personal sanitario que es el gran capital moral y profesional que tiene España. Y mientras aplaudo, no puedo evitar acordarme siempre de una pariente mía que tiene 30 años y acude todos los días a un hospital a cumplir su horario laboral más las guardias voluntarias a las que ni ella ni ningún compañero de su equipo médico se resisten. Acabó la carrera con 24 años, pasó otro año preparando el examen del MIR y después otros 4 haciendo la especialidad de endocrinología. Ha trabajado en varios centros de distintas provincias y en este último se ha topado con el drama que constituye nuestro monotema nacional; con 200 contagiados hacinados en las salas de urgencias en espera de una plaza para su ingreso; con pacientes de edad avanzada cuyas camas se alinean en los pasillos; con otros que han tenido la suerte de estar en una habitación para vivir el trance del dolor y el agotamiento en la soledad y el desamparo como apestados; con compañeros a los que retiran a la fuerza de la trinchera porque han sido heridos por la enfermedad; con unos protocolos que varían cada dos horas según las carencias que va acusando el complejo hospitalario; con esas carencias que son más cada vez y más trágicas.

Todos los días libra sin medios ese batalla contra el enemigo invisible. Y, cuando vuelve a casa, no se acerca a su madre, que está delicada de salud, para no contagiarla. Llega, se encierra en su cuarto y desde el pasillo esa madre la oye estudiar y llorar.

No es una excepción. Por eso hablo de ella. Porque, en lo esencial, representa a un colectivo de 150.000 facultativos que llevan en las venas el incurable virus del juramento hipocrático y que en las últimas décadas han visto cómo menguaban sus sueldos, sus condiciones laborales y su consideración social. La de médico es una vocación que, cuando yo era crío, conllevaba un estatus y un respeto reverenciales que después se han venido devaluando de un modo tan vertiginoso como injusto, pues cada vez esa profesión requiere de más preparación y más sacrificio. A esa chica la oí hablar, cuando se inició la pesadilla en la que llevamos sumidos tres semanas, con un médico jubilado. Me sobrecogió su relato y las palabras de éste: «No sabes la envidia que me das». Sé que así es la inmensa mayoría de los miembros de esa legión de la paz que es el personal sanitario de este país. Sé que esa gente merece más que un aplauso puntual y diario. Sé que la noble envidia de ese médico retirado por no estar en la vanguardia del riesgo nos absuelve a todos los españoles de nuestro cainismo nacional.