IGNACIO CAMACHO-ABC

Sánchez no percibía el olor del absurdo sino el del éxito. El perfume del poder que estaba tocando con los dedos

LA disciplina de voto ha introducido una contradicción intrínseca en el sistema parlamentario que no ha podido superar la supresión constitucional del mandato imperativo, y es el hecho de que los debates en la Cámara sólo sirven para legitimar las decisiones previas de los partidos. Por eso el debate de la moción de censura fue, hasta bien entrada la mañana, un mero espectáculo retórico, vacío. La clave estaba lejos de allí, en Vitoria, donde el sanedrín del PNV debatía, al menos en apariencia, un arbitraje definitivo. A mediodía, cuando llegaron a Madrid las noticias del norte, el tono de la sesión cambió de registro. Sánchez se vino arriba, crecido hasta una posición casi condescendiente, y Rajoy, hasta entonces brillante y combativo, adoptó la expresión inevitable de un hombre abatido.

El presidente ganó el debate contra el candidato y su escudero Ábalos, pero a la hora de comer estaba virtualmente derrotado. Su último pensamiento ilusorio fue el de creer hasta el final en un atisbo de lealtad del nacionalismo vasco. Tal vez los peneuvistas ya tuviesen el voto decidido y esperaban el discurso de Sánchez para anunciarlo, pero durante unas horas la incertidumbre se apoderó del escenario. En ese intervalo de expectativa, Rajoy lució como el gran parlamentario que es: afilado, seguro, incisivo, sarcástico. Después bajó el perfil y aflojó el nervio en una inflexión clara que denotaba su convicción de que todo había acabado.

En las horas en que el desenlace parecía indeciso, el jefe del Gobierno descargó un torrente argumental de demoledora contundencia. Resaltó todas las contradicciones de sus adversarios, entre ellas la muy clamorosa promesa de mantener unos presupuestos que una semana antes habían rechazado con todas sus fuerzas. Usó un arsenal de citas de los propios socialistas para reprocharles su incongruencia, a sabiendas de que todas esas razones, de sensatez manifiesta, podían estrellarse contra el muro de la aritmética. Al final, se trataba sólo de un ejercicio casi póstumo de lucidez para entretener la espera.

Sánchez escuchó toda la catarata impertérrito, pendiente sólo del tiempo que le faltaba para asegurar el cumplimiento de su viejo sueño. Lleva dos años aguardando el momento, en el que nunca dejó de pensar incluso cuando lo defenestraron sus propios compañeros. La de ayer era la sesión que se le quedó pendiente en aquel golpe palaciego, el final de un camino firmemente trazado en su fuero interno, la culminación de un objetivo personal que estaba decidido a alcanzar a cualquier precio. La consumación de su revancha sobre los que le dieron por muerto.

«¿Percibe usted el aroma del absurdo?», le preguntó Rajoy en un estudiado y solemne golpe de efecto. Pero Sánchez no percibía más que el perfume de un poder que estaba tocando con los dedos. El absurdo le olía a éxito. A su ansiado rango de presidente del Gobierno.