Juan Carlos Girauta-ABC
- Cuando escapé a los veinticinco de la secta socialista, en el año 86, mi desprecio hacia el PSC no podía ser mayor
Iceta no es del PSC: Iceta es el PSC. Lleva más tiempo ahí que el palo de la bandera. Y cuando digo ahí lo digo en sentido literal: ocupando despachos, recorriendo pasillos, seleccionando candidatos, escogiendo las palabras clave que servirán de argumento y de gatillo. Argumento porque transmiten a sus conmilitones la estrategia hasta nueva orden. Gatillo porque llaman a la acción inmediata.
Han hecho bien quienes han creído en Iceta contra viento y marea, mientras volaban hojas de calendario y los primers secretaris se sucedían. Imaginen una toma fija acelerada hasta lo demencial, como en la adaptación cinematográfica de La máquina del tiempo. Visualicen un escenario que muta enloquecido: las estaciones pasan, unos edificios se derrumban y otros crecen, las modas cambian en escaparates que tarde o temprano se convierten en portales o muros. En ese frenesí, una sola figura permanece plantada y quieta, impertérrita, clavada en su sitio para toda vida. Es Iceta.
Lo conocí cuando teníamos veinte años. Yo ingenuamente estudiaba. Él astutamente estaba siempre en los lugares oportunos, en los espacios físicos que nunca iba a dejar. Cuando escapé a los veinticinco de la secta socialista, en el año 86, justo antes de las segundas elecciones que ganaría González, mi desprecio hacia el PSC no podía ser mayor. Me parecía un partido de nacionalistas vergonzantes, consideraba inconcebible seguir ahí. Por eso todo lo que concierne a Iceta desde entonces me parece inconcebible. Por supuesto, tan pronto como devolví el carnet me retiró la palabra. En la secta solo existe el dentro. El dentro es el Universo. Fuera no hay nada. Así lo sentían otros compañeros. Nunca olvidaré las palabras de un tipo cincuentón, tan simpático como limitado, cuando supo de mi decisión: «Pero ¿qué vas a hacer fuera?» Era evidente: fuera hace frío, hay que ser un loco para salir ahí, sin protección.
Así razonaban también los veinteañeros, entre los que Iceta destacaba por la tenacidad con la que permanecía quieto, en su sitio, todo el tiempo. Mañana, tarde y noche para el partido. Claro que así no hay manera de sacarse una carrera, y esa es una de las razones de la falta de estudios de muchos socialistas catalanes. Porque Iceta instauró una forma de medrar, un camino a la tranquilidad. En ese Zen del Ensanche, en esa benéfica imperturbabilidad, se erigía como regla de oro que no te perdieran de vista más de un día o dos. Los locales idóneos. Los bares y cafeterías adecuados. Los pubs pertinentes.
Como un monje budista (que sus bailes no les llamen a engaño) vio pasar a Raventós, Obiols y Serra. Más tarde, con un discreto ademán, le regaló un tripartito a Maragall para luego fulminarlo. Repitió la operación con Montilla. A Navarro lo trituró. Por fin, se vio a sí mismo al frente de un partido en el que ya mandaba. Ahora estará en el Gobierno. Lo siento por Sánchez.