Hermann Tertsch, ABC, 23/3/12
¡Cuánto más fácil habría sido para todos que el autor de todas estas salvajadas de Toulouse hubiera sido un francés blanco y rubio!
EL chico le dio largas a la Policía. Pero Mohammed Merah ya sabía que saldría de aquel cerco policial con los pies por delante. A ser posible tras haber matado un poco más. Lo único que parecía lamentar era no haber matado algo más antes de ser localizado. Pero ya había cumplido su cometido con creces. El mártir se iba servido. Los que nos quedamos tenemos menos motivos para estar satisfechos. Cierto que se localizó a Merah horas después de su peor matanza en el colegio judío. Y se evitó siguiera matando como pretendía. Pero Policía y servicios de información habrán de dar ciertas explicaciones. Porque el asesino no era un jovencito gris y aburrido de un suburbio que un día, aburrido, decide ponerse a matar a gente. Era un chico con recursos y mucha iniciativa. A sus 24 años había vivido para llamar la atención. Y la había llamado aunque lamentablemente no lo suficiente. Había viajado a Paquistán y Afganistán, entrenado en la región de Waziristán y sobrevivido en la cárcel de Kandahar. Y había tenido la inmensa suerte —nuestra desgracia— de, una vez en manos norteamericanas, ser enviado a Francia y no a Guantánamo. También había estado en una reunión de salafistas en Cataluña donde desde ya hace años tenemos un serio problema del que todavía se ríen algunos insensatos de la izquierda patria. Merah no sólo se proclamó miembro de Al Qaeda. También decía tener vínculos con Forsanne Alizá (Los caballeros del orgullo), un grupo que reclutaba yihadistas en Francia para combatir en Afganistán. Que está vinculado con el imán Abu Hamza, uno de los peores fanáticos islamistas que predica en el Reino Unido, uno de esos bárbaros que incomprensiblemente los países europeos permiten vivan y agiten en su territorio. Porque son esos imanes —o el de Tarrasa que condena nuestras leyes por ser contrarias al Islam— los que llevan la voz cantante para esos jovencitos. No los amables y civilizadísimos sabios que acuden al Elíseo a dar su pésame y se abrazan con el presidente de la Comunidad Judía francesa. ¡Cuánto más fácil habría sido para todos que el autor de todas estas salvajadas de Toulouse hubiera sido un francés blanco y rubio! Saturado de lecturas nazis y racistas, con algunos contactos de camaradas en otros países, a ser posible en Alemania. Eso es lo que se creía y por eso había sido organizada una gran manifestación en París para el sábado. Todos unidos contra el nazismo. Y algunos un poco más satisfechos que los demás por las posibilidades evidentes de echar parte de culpa a la niña Le Pen o al propio Sarko. Esa manifestación habría tranquilizado todas las conciencias. Ya estaba preparada para la escenificación de la unidad de razas, credos e ideologías contra el gran satán. Pero Merah lo estropeó todo. Y la manifestación tuvo que ser desconvocada. Rápida y vergonzantemente. La gran foto de la magna expresión nacional de repulsa al crimen abominable ya no era posible. Y no porque el crimen hubiera cambiado. Sino porque lo había hecho la identidad del criminal. ¿Quién convoca la manifestación contra Al Qaeda? ¿Y contra el islamismo político? ¿Contra los salafistas? ¿O contra el imán Amu Hamza? Unos se habrían desmarcado por considerarla una manifestación contra el islam. Otros no habrían ido por miedo. Al islamismo o a ser tachados de islamófobos. Y los entusiastas antifascistas son difíciles de motivar para estos menesteres «tan complicados». Y ahora, con las siete víctimas ya enterradas, aquí estamos los supervivientes, conminados una vez más al silencio porque el asesino no es el conveniente.
Hermann Tertsch, ABC, 23/3/12