José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

El independentismo considera el «reencuentro» del jueves entre Torra y Pedro Sánchez un «sucedáneo» y espera la auténtica «agenda», la que propicie la «república catalana»

La entrevista el pasado jueves entre los presidentes del Gobierno y de la Generalitat de Cataluña es un episodio disruptivo en la dinámica de enfrentamiento entre las autoridades separatistas y las del poder ejecutivo del Estado. Pedro Sánchez ofreció una «agenda» denominada de «reencuentro» que, a reserva de algunos recovecos semánticos, no se aparta de la ortodoxia autonomista y que responde a reclamaciones catalanas formuladas por los predecesores de Torra. Todo estaba en Moncloa y el recurso de sacar los papeles del cajón ha tenido su punto.

El problema no está en la oferta del Gobierno ni en la interlocución con el dirigente catalán, aunque es relevante (sobre todo para Sánchez por lo que los ciudadanos pueden pensar de su condescendencia) que se encuentre inhabilitado por un delito de desobediencia, que el propio parlamento catalán le haya retirado su acta de diputado y que encarne un permanente desafío a la legalidad constitucional, reiterándola al propio jefe del Gobierno español: autodeterminación y amnistía.

Las grandes cuestiones de este episodio coloquial en Barcelona son otras. De no haberse producido, ERC habría considerado quebrado el pacto suscrito con el PSOE como expresamente le advirtió la semana pasada Gabriel Rufián a Pedro Sánchez. El secretario general del PSOE no tenía opción. Debía ir. Pero no solo para cumplir con la obligación que él mismo se impuso de viajar a la capital catalana y hablar con Joaquim Torra, sino también para abrir el procedimiento de puesta en marcha de una mesa de diálogo en la que la «agenda de reencuentro» carecerá de la más mínima importancia porque en ella los independentistas quieren debatir el «fin de la represión» (salida de los presos), el derecho a decidir (reconocerlo y practicarlo mediante una consulta) y disponer de un mediador (a poder ser internacional), en una simetría de jerarquía con el Gobierno de España, sin limitaciones temáticas ni constitucionales o estatutarias.

Por eso, y la verdad la diga Agamenón o su porquero, Pilar Rahola tenía razón cuando este viernes calificó en ‘La Vanguardia’ de «sucedáneo» el episodio del jueves en Barcelona. Porque la versión auténtica que espera el secesionismo catalán no es un debate

de carácter autonómico —por más que incrementase el autogobierno de la comunidad— sino otro que aborde la segregación de Cataluña de España para crear la «república catalana». Que unos —los denominados hiperventilados tienen prisa en conseguir sin renunciar a la unilateralidad— y otros (Junqueras y ERC) planean alcanzarla cuando haya transcurrido el tiempo suficiente para «ensanchar la base popular» lo que, en su cálculo, sucederá cuando, en un quinquenio, se incorporen al electorado los que todavía no tienen edad para ir a las urnas pero están ahormados en la mística y en la épica del «conflicto».

Entre tanto, los republicanos le permiten a Pedro Sánchez presentar una agenda autonómica, posiblemente le apoyarán en los Presupuestos (asegurándole dos años de estabilidad en la Moncloa) y le compelen a practicar una política en Cataluña que demuestre al electorado que han sido capaces de sentarle en una mesa con el Gobierno catalán. Se trata de un «quid pro quo» o un «do ut des» (una cosa por la otra y te doy para que me des). En términos políticos mercantiles se trata de una reciprocidad de comportamientos con beneficios mutuos de similar valor y eficacia. Como una persona singular y enterada me confesó el jueves en Barcelona, lo que sucedió aquella mañana no era otra cosa que «patada a seguir», ganar tiempo y airear el denso ambiente de la política española que sofoca a unos y a otros.

Si la cuestión de fondo es preocupante proyectada sobre un futuro relativamente próximo, lo es más el amateurismo del Gobierno y de sus representantes en las formales. Sánchez ha pasado de diferir la «mesa de diálogo» a activarla; de instruir a la portavoz de su Consejo de Ministros, María Jesús Montero para que rebajase expectativas («los planteamientos de Sánchez y Torra están en las antípodas»), a incrementarlas, y de comparar su diálogo, a la larga, con el que sostuvieron Suárez y Carrillo remedando una especie de nueva transición, a elevar —o dejar que se elevase— la coreografía del encuentro hasta niveles escénicos incontrolables. El éxito en la política reside en cumplir dos criterios en asuntos delicados: discreción y sobriedad. Y ambas faltaron el jueves en Barcelona.

Carece de razonabilidad, en las actuales circunstancias, que Pedro Sánchez sea recibido en la Generalitat con la pretenciosa pompa de los Mossos ataviados de gala, que se deje regalar —¿de estas cosas no se habla previamente?— dos libros (dos bofetadas) sobre los derechos humanos y la libertad, entregados por el propio Torra todavía, uno de ellos, con la etiqueta de la librería y su precio; que, tal y como están las cosas, se demore hora y media la conversación para dar impresión de hondura en el intercambio de argumentos y luego siga en una de las estancias más icónicas del Palacio de San Jaime las declaraciones de ambos con las correspondientes ruedas de prensa.

Y ya, para rizar el rizo, en una anécdota que denota tanto nerviosismo como amateurismo, el director del Gabinete de Presidencia, Iván Redondo, primer secretario de Estado, se contorsione ante el inhabilitado presidente de la Generalitat y ofrezca la deplorable imagen de saludarle con una cabezada que en el protocolo (que es la liturgia del poder) queda reservada para cumplimentar al Rey. El hecho de que no hubiera —seguro que no la había— intencionalidad de pleitesía en ese gesto y sí aturullamiento (*), apela a la cautela, a la prudencia, porque como se ha escrito en política «la forma es el fondo». Si eso es así habría que concluir que se dejó a Torra un margen escandalosamente innecesario y tanto oxígeno político aspiró Sánchez y los dirigentes republicanos como el dudoso —jurídicamente— presidente de la Generalitat.

(*) Aturullar: Confundir o turbar a una persona, dejándola sin saber qué hacer o cómo obrar.