FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
Pero, si estremecedora fue la agitación de la turba en aquel septiembre negro que debió mover a la aplicación del artículo 155 para frenar la sublevación en marcha, no fue menos escalofriante la cobardía del responsable del Teatro Coliseum, paredaño a la Consejería, al poner trabas para que la acorralada funcionaria, tras descolgarse por un muro con ayuda de un policía, atravesara su propiedad. Como ha relatado Arcadi Espada en una magnífica crónica sobre el proceso al procés, Montserrat del Toro hubo de aguardar en un camerino, como una expatriada en la zona de tránsito de un aeropuerto, a que le diera su venia un Pedro Balanyá, descendiente de la saga propietaria de la Monumental que clausuró para la lidia la Generalitat.
Con solo catalanizar apellido, este Balanyá se convierte en un hombre para todas las estaciones. Como antaño con el franquismo, hoy con el soberanismo y mañana ya se verá. Puro gattopardismo que el escritor siciliano Lampedusa describió por boca del personaje de Tancredi. Cuando se le interpela sobre cómo es posible que un monárquico de su prosapia sufrague al revolucionario Garibaldi, la astucia toma la palabra: «Si queremos que todo se quede como está ahora, se precisa que todo cambie». Un proceder arquetípico de una burguesía catalana que ha hecho costumbre de impulsar movimientos que, en cuanto se desorbitan, les lleva a encomendarse a espadones, apellídense éstos Espartero, Primo de Rivera o Franco. Aquella «ciudad de los prodigios» de inicios del siglo XX que describiera Eduardo Mendoza, pudiera rebautizarse una centuria después como la «ciudad de los portentos» con parecidos personajes y grandes similitudes con aquélla, pero sin necesidad de ser imaginada por el gran novelista barcelonés.
Con abogados de los imputados erigidos en inquisidores dispuestos a saber hasta cuales son los medios por los que se informaba la letrada judicial, la barahúnda soberanista acredita que el nacionalismo es, «sin duda, la más poderosa y quizás la más destructiva fuerza de nuestro tiempo», como certificó Isaiah Berlin. Después de rememorar su indefensión de aquella noche de autos en la que no le quedó otra que huir por la terraza para no quedar a merced de la jauría, Del Toro ha vuelto a ver de frente el genuino rostro de la autollamada revolución de las sonrisas. No le perdonan que, con su narración, desenmascarara a quienes son maestros en el arte de plantar sobre sus rostros la máscara de víctimas. Ello les facultaría para incumplir leyes y librarse de sus consecuencias.
Haciendo oídos sordos al aullido de esos lobos con piel de cordero, atada al palo mayor de la nave del Derecho, Montserrat del Toro ha destapado la verdadera cara del supuesto pacifismo de los cabecillas independentistas que, en las sesiones previas, procuraron conmover al tribunal. Como si fueran la reencarnación de Gandhi, tras azuzar a la febril masa encaramados en los coches que la Guardia Civil estacionó a las puertas de la Consejería. Este tipo de transformaciones lleva al protagonista de la versión cinematográfica de El hombre lobo en París, de Guy Endore, a hacer esta observación: «Hasta un hombre puro de corazón que reza sus oraciones por la noche puede convertirse en lobo cuando florece el acónito y la luna está llena».
De no ser por alegatos como el de Montserrat del Toro, el del práctico del puerto de Palamós –ese marino mercante Buil Armengol que se demostró más competente para capitanear la nave del Estado que quienes tuvieron su encomienda en aquellos días dramáticos– y los de los jefes de la Guardia Civil y Policía Nacional, junto al ex secretario de Estado José Antonio Nieto y al entonces Delegado del Gobierno, Enric Millo, pareciera que el Supremo juzgara la represión policial, en vez de un golpe de Estado contra la Constitución y la integridad territorial de España. Todos ellos se hicieron merecedores de la proverbial cita del Cantar del Mío Cid: «¡Dios, qué buen vasallo, si obiese buen señor!».
Se puede decir de estos servidores del Estado, atendiendo a la máxima churchilliana, que nunca tantos debieron tanto a estos pocos. Mostraron la fuerza moral que sólo poseen quienes viven en la verdad y están dispuestos a preservarla frente a cualquier inconveniente.
¿Cabe mayor mérito en una Cataluña en la que el nacionalismo somete a una espiral de silencio a quienes no desean ser aislados en un lazareto social, cual disidentes de regímenes totalitarios? Basta asomarse, como el que se abisma a un pozo negro, al borrador de Constitución catalana, descubierto por la Policía Judicial, cuyo articulado segrega –un apartheid en el corazón de Europa– a quienes «no siendo catalanes de origen, hayan sido militares profesionales y/o fuerzas de orden público militar o civil del Reino de España». En el nombre de Mandela, esta Cataluña orwelliana trata de levantar el muro que aquel héroe contemporáneo echó abajo.
Al cabo de un mes de juicio, con las pruebas de cargo de las autoridades policiales sobre la deslealtad y la voluntad rupturista de las autoridades catalanas, así como se valieron de la policía autonómica para su referéndum ilegal, contraviniendo todas las resoluciones judiciales, va a ser difícil de sostener que no se registró un delito de rebelión. Hasta el ex jefe de la Comisaría General de Información de los Mossos, Manel Castellví –hoy con protección de su domicilio–, confesó que Puigdemont, Junqueras y Forn, ex consejero de Interior, fueron alertados de la «escalada violenta» del 1-O. Pese a ello, los imputados siguieron adelante. Al igual que le acaeció al furriel del entremés cervantino que cae por el pueblo y hace notar que aquel supuesto retablo de las maravillas está vacío, el independentismo se revuelve contra Castellví y le grita cual posesos: «¡De ellos [judío o bastardo] es, pues no ve».
Jueces tiene el Supremo, desde luego, pero cuesta trabajo negar la violencia cuando, además de los actos vandálicos y de amedrentamiento, un cuerpo policial se pone al servicio de una insurrección. En la asonada del 23-F, Tejero no dispuso de tanta tropa para asaltar el Congreso. Todas las cartas han quedado bocarriba incluida la malversación de fondos públicos con la estratagema de encargar la intendencia del referéndum por medio de terceros a empresas que no cobraron por esos trabajos fuera de la ley, pero a los que se resarció mediante otros encargos a cuenta de la Generalitat.
A veces, el exceso de seguridad juega malas pasadas. Es lo que se llama el síndrome de Macbeth. En el drama de Shakespeare, las brujas de Hécate buscan sin éxito la desgracia del ambicioso monarca hasta que, a punto de desistir, la diosa malvada les impreca. «¡Oh, inútiles! Lo que tenéis que hacer es fomentar su confianza hasta límites infinitos, de tal forma que él solo buscará su perdición». Así se desencadenaría la tragedia de aquel esclavo de sus pasiones más que señor de las mismas. No obstante, Lady Macbeth, quien le había inducido a asesinar al rey escocés Alba Duncan I para apropiarse de su corona, concluirá: «Mejor es ser aquello que uno destruía / que por la destrucción morar en casa / de dudosa alegría».
En esas condiciones, la reconsideración a la que el Gobierno, anhelando avenirse con el independentismo, obligó a la Abogacía del Estado para que se apeara del delito de rebelión y lo rebajara al de sedición, aminorando la pena, deja en mayor evidencia a Pedro Sánchez, quien se niega a responder si facilitaría al indulto en caso de condena. No quiere prescindir de ningún comodín que pueda valerle para no desalojar La Moncloa. Otra cosa será si ese indulto lo dispensa a través de gracias penitenciarias que obren el mismo efecto sin mover al escándalo. Al modo que acerca con sordina a asesinos de ETA al País Vasco.
Si el presidente de la Sala, Manuel Marchena, en pos de una sentencia unánime que reforzará la misma ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, estaba resuelto a una condena por rebelión, pero en grado de tentativa, las testificaciones últimas no lo favorecen. Bien lo patentizó el cariacontecido semblante de los abogados defensores al ver desplomarse el tingladillo de su farsa. En ese brete, éstos pueden estar tentados de pegarle una patada al tablero en línea con lo que refiere Orwell en su Homenaje a Cataluña, esto es, «como si en medio de una competición de ajedrez un participante empezara a gritar que el otro es culpable de piromanía o bigamia. El objetivo es hacer imposible la discusión seria, sin abordar la cuestión que está realmente sobre la mesa».
En este sentido, como apunta el antaño fiscal Ignacio Gordillo, que supo bien de estos métodos de los abogados de ETA, los letrados de los golpistas podrían renunciar a la defensa para montar una garata que devolviera el juicio al ámbito político. Ello dispondría el camino a unas elecciones en Cataluña en torno al 1-O a modo de plebiscito en el que el separatismo saliera reforzado.
El nacionalismo, como otros fanatismos, carece de cura política. Por eso, el drama catalán exigiría la misma terapia que el gran antropólogo Caro Baroja prescribía para sus paisanos vascos en el punto álgido del terrorismo: «Enviar allí trenes llenos de psiquiatras». Más cuando muchos catalanes se muestran incapaces de distinguir la verdad, burlándose de las víctimas que pierden su salud entre los aullidos de esa masa que, como bien vislumbró Canetti, no deja de mostrar su apetito mientras exista alguien fuera de ella.