IÑAKI EZKERRA-EL CORREO

  • Los demócratas de EE UU jugaron a dar la razón a las turbas iconoclastas

Nunca permitiremos que una muchedumbre encolerizada borre nuestra historia». No son palabras de Biden en su discurso del 7 de enero sino del propio Trump en los jardines de la Casa Blanca el pasado 4 de julio, en el contexto del día de la Independencia de EE UU y de la ola de vandalismo que derribaba monumentos por todo el país tras la muerte de George Floyd a manos de la Policía de Minneapolis. En sólo cinco meses, el sujeto que se presentaba como el centinela nacional de la ley y el orden ha acabado encarnando al monstruo que decía estar dispuesto a erradicar, y atentando, no ya contra la estatua de un prócer de la nación, sino contra el monumento por antonomasia de la democracia norteamericana: la sede de la soberanía popular y nacional.

De este hecho incontrovertible deberían hacer un mínimo acuse de recibo quienes, desde el circo político del populismo español, han estado jaleando a Trump, más fascinados por su mano dura que por el sistema de leyes y valores que esa mano fingía proteger. Dirigir, como hizo Vox el pasado septiembre, una propuesta al Parlamento Europeo para que apoyara la candidatura de Trump al Premio Nobel de la Paz, no es cualquier cosa. No es algo que Abascal pueda ventilar con un tuit acusatorio a sus rivales populistas que en realidad escondía una autoexculpación: «Me extraña que a la izquierda progre le parezca tan mal el asalto al Capitolio». Eso sí que es «derechita cobarde». Tan cobarde y autoexculpatoria como la condena del populismo izquierdista a los sucesos de Washington. Pienso en el Iglesias que identifica la barbarie trumpista con el «modus operandi de la ultraderecha» y se olvida del asalto de las turbas chavistas a la Asamblea de Venezuela en julio de 2017, que él celebró con carcajadas risueñas. Pienso en el Errejón, que se ha servido, en un tuit, del asalto al Capitolio para exculpar a las repúblicas bananeras de sus respectivos asaltos parlamentarios y reconocer en estas últimas la misma «madurez institucional» que reconocemos en EE UU, o sea, para autoexculparse de sus raíces y complicidades ideológicas.

No. No es raro que Trump trate ahora de autoindultarse desautorizando a sus seguidores de la fechoría a la que él les indujo. El autoindulto, la autoexculpación moral o penal es el signo genuino de todos los populismos. Incluido el de los demócratas que jugaron a la ultracorrección política y a dar la razón a las turbas iconoclastas. Biden lanzó un discurso el 7 de enero que podía confundirse con el de Trump del 4 de julio. Faltó en él, para diferenciarse de Trump, una autoinculpación por la responsabilidad de su partido en los polvos buenistas que han traído estos fatídicos lodos.