El beato de Cebreros

EL CORREO 25/03/14
J. M. RUIZ SOROA

· Algún día se estudiará como proceso en verdad apasionante no tanto la figura de Suárez como la del proceso histórico de su elevación a los altares

Lo que la llamada ‘memoria histórica’ ha hecho con el político Suárez durante los últimos veinte años sólo puede definirse (y tomo los términos de Gregorio Morán) como el más exitoso proceso de beatificación que registra la historia española moderna. Un proceso que es al mismo tiempo uno de falsificación de esa misma historia y otro de creación de un mito en el que los españoles pudieran proyectar su momento fundacional en el tiempo. Todo sistema político precisa de un origen ejemplar y a poder ser heroico en el que mirarse y con el que enjugar la desilusión por las carencias del presente, y ese papel ha recaído en la figura histórica de Suárez a pesar de que, probablemente, era el personaje menos adecuado al papel.

¿Quién se lo iba a decir? A un político que fue probablemente el personaje más unánimemente odiado y despreciado en su momento histórico. Un personaje al que denigraron y combatieron, hasta el límite de poner en riesgo el edificio democrático mismo, tanto sus socios de partido como sus adversarios socialistas y populares. No digamos los restos del sistema franquista, para quienes era el prototipo de traidor. Y el Rey en persona, que se sentía relegado por un advenedizo a quien se había encargado de un papel limitado y había llegado a creérselo de verdad. Suárez concitó el desprecio unánime de la política de su tiempo, esa misma que después le ha convertido en modelo de «padre fundador» de la democracia.

Aprovechando que Suárez desde 1990 era una figura que «estaba pero no estaba», el interés de todos, del Rey para abajo, ha coincidido en vestirle con los santos atributos de la ejemplaridad, atribuyéndole unos valores que en la realidad histórica se le negaron airadamente y que dudosamente le corresponden. ¡Suárez padre del consenso y de la prudencia, cuando fue un político que era genéticamente incapaz de compartir el poder en lo más mínimo! ¡Suárez diseñando la convivencia futura del país cuando era uno de los políticos más ignorantes que hemos tenido! ¡Suárez embelesando a todos cuando en realidad fue odiado por todos! ¡Suarez modelo de político democrático cuando fue tan solo un político del poder y que se quedó sin saber qué hacer cuando perdió ese poder! ¡Suárez amigo del Rey cuando fue éste quien le obligó a dimitir para intentar parar el ‘golpe de timón’ que la corona borbónica soñaba!

Algún día se estudiará como proceso en verdad apasionante no tanto la figura de Suárez como la del proceso histórico de su elevación a los altares, la conjunción de intereses, pulsiones, carencias y sentimientos de culpa que ha producido este anómalo resultado. La ‘invención de Suárez’ en términos constructivistas. ¿Y qué decir del Suárez real, no del beato Suárez? Pues que fue probablemente el ejemplo más acabado del político de éxito que propone Maquiavelo en sus teorizaciones. El florentino cifraba el éxito político en la conjunción de la ‘fortuna’ y la ‘virtù’. La fortuna es el devenir de la realidad, la contingencia, el azar que en ciertos momentos provoca un cambio radical en la situación o una aceleración histórica de ese cambio. Suárez vivió uno de esos momentos, en que un sistema se derrumbaba y otro –¿cuál?– no sabía cómo nacer. La virtud para Maquiavelo es la capacidad del político que sabe cómo encauzar esa ‘fortuna’ que se ha desencadenado en su derredor: sabe controlarla, ponerle cauces y diques, dirigirla en un sentido concreto. Mientras los demás miran asombrados y perplejos, o gritan y patalean, el político virtuoso (y para Maquiavelo ‘virtud’ viene de ‘vir’ –varón–) es capaz de «coger por los pelos a la fortuna» y construir algo con ella. Ese algo es, ante todo y sobre todo, puro poder: el político virtuoso se construye su posición dominante en el cambio que arrasa o desconcierta a los demás, porque él trabaja en la misma dirección que el azar. Además, si la suerte acompaña el caso, el político virtuoso construye una república nueva para sus conciudadanos, como si fuera un subproducto indirecto de su personal pasión por el poder.

Suárez fue un político dotado de ‘virtù’ que, para buena suerte de los españoles todos, utilizó la fortuna azarosa en la que cabalgó su poder para construir una nueva república más decente para todos. Cumplió el modelo del político maquiaveliano, probablemente sin ser consciente de ello. Por eso resulta doblemente irónico que se le convierta hoy en todo lo contrario, en un modelo beatífico de las virtudes democráticas tradicionales, cuando fue un excéntrico inasimilable en un proceso democrático ordinario. Una vez hecha la transición a la democracia, Suárez –como lo demostró– ni poseía ya poder carismático ni sabía cómo usar del Gobierno, menos aún hacer la oposición. Suárez fue sólo un momento maquiaveliano en nuestra historia aunque, eso sí hay que reconocerlo, fue un momento magnífico.