José Luis Zubizarreta-El Correo
Visto lo visto, lo mejor sería reemprender otro proceso electoral y, derribados todos los tabiques interiores, volver al espacio diáfano en que se ejerce la política
Cuando yo era niño, pescábamos cangrejos en el río. Las más de las veces, a mano y sin otro objetivo que la diversión. Alguna, en cambio, en compañía de mayores, la pesca era más profesional e interesada. Lo hacíamos con botrino, una red estrecha y cilíndrica, penetrada por dos mallas cónicas contiguas y abiertas por la punta, que daban paso al fondo de la red, donde se colocaba la carnaza. Cuando los cangrejos entraban en busca del cebo y rebasaban las mallas, quedaban atrapados en el fondo. Así veo a Pedro Sánchez estos días. Ha llegado hasta tal punto de la mano de Pablo Iglesias tras el cebo de la investidura, que, para cuando se ha percatado de que, con las exigencias que éste plantea, no le compensa alcanzarlo, se encontraba ya atrapado sin posibilidad de vuelta atrás.
Su situación es penosa y su frustración, comprensible. Pero lo que me interesa destacar no es dónde se encuentra, sino cómo y por qué ha llegado hasta ahí. Porque Sánchez disponía, antes de embarcarse en semejante aventura, de suficientes pistas como para saber que estaba metiéndose en una trampa de la que, más pronto que tarde, querría y no podría salir. Conocía muy bien tanto a la persona que ahora veta como las enormes diferencias que separan a los partidos que ambos representan. Él se lo habría buscado. Pero, como su atasco nos concierne a todos, merece la pena recorrer los principales hitos del camino y ver cómo ha llegado a donde todos estamos ahora.
Se ha cerrado un ciclo. Seguro que Pedro Sánchez se habrá acordado estos días de aquel 2 de marzo de 2016 en el que el Podemos de entonces frustró su acuerdo de investidura sobre un programa pactado con Ciudadanos. Pero la frustración duró muy poco. La borraron las elecciones del 26 de junio del mismo año, cuando Sánchez obtuvo su revancha, al evitar el ‘sorpasso’ que Iglesias había perseguido con su operación. El frustrado era ahora su rival. La fecha sería, además, el comienzo de una dura y, al final, exitosa andadura de Pedro Sánchez. Tras verse obligado a dimitir como secretario general por enfrentarse a la Ejecutiva con su épico «no es no» a la investidura de Rajoy y arriesgar unas terceras elecciones, recuperó sorprendentemente su cargo en unas reñidas primarias. A partir de entonces, todo cambió.
El lema ¡Somos la izquierda’ –con el excluyente artículo determinado– que eligió para su partido sería premonitorio de la nueva orientación. En la izquierda, en vez de rival, tenía ahora a un socio frustrado y complaciente. Al centro sólo se miraría ya para despreciarlo. La inesperada victoria en la moción de censura del 1 de junio de 2018, de la mano, esta vez sí, de Podemos y en compañía de un abigarrado grupo de partidos orgullosos de llamarse progresistas, sirvió para confirmar que el futuro estaba del lado zurdo del espectro político. Y así, cuando, a raíz de la deserción de los secesionistas catalanes, se convocan elecciones, el giro a la izquierda había ya adquirido carácter irreversible. El PSOE monta una campaña en la que la polarización y la confrontación de bloques juegan el papel director, reforzadas por el miedo que se azuza frente a una derecha indiferenciada –«la Derecha», con artículo también determinado– que se califica de «trifachita» y se fosiliza en la foto de la Plaza de Colón. Fue una decisión de inevitables consecuencias. A partir de ella, era ya imposible que el enfrentamiento de bloques diera paso, tras los comicios, a la cooperación. Sánchez había entrado hasta el fondo de la red y ahí quedaría atrapado por el «socio preferente» a orillas del cebo del poder.
El ciclo se ha cerrado y, aunque las circunstancias sean distintas, la frustración es la misma. El discurso de mañana y la votación del jueves nos dirán si el atasco es definitivo o cabe marcha atrás. Podría ser lo segundo. Porque no es Pablo Iglesias el escollo principal. El proceso sólo ha servido para destruir la confianza y sustituirla por el resentimiento y el recelo. Aunque la investidura se salve, el Gobierno habrá naufragado. No sería, por tanto, una tragedia que se convocaran elecciones, a condición de que, reiniciado el proceso, se resetearan las actitudes de los partidos con planteamientos renovados. El primero, el derribo de los tabiques que compartimentan el espacio político, haciendo de lo que debería ser terreno diáfano un laberinto intransitable. Claro que todo ello exigiría también un drástico relevo de las personas. En cualquier caso, peor no podrían haberlo hecho.