CÉSAR ANTONIO MOLINA-EL MUNDO
El autor recuerda que la decadencia de las naciones y de los Estados democráticos comienza con el socavamiento de la educación, y advierte de que la falta de una ley consensuada y estable puede tener graves consecuencias
No habrá una verdadera educación en este país mientras una ley de educación no alcance el consenso necesario para poder desarrollarla sin amenazas a lo largo del tiempo. Gabilondo, con gran audacia, estuvo a punto. Pero la fe falló. Lo cierto es que, a estas alturas, la educación básica y la universitaria están tan vapuleadas que otra nueva paliza ya no la sentirá el cadáver. Creíamos los españoles, con mucha certeza, que nuestros males los creábamos nosotros mismos, pero con el plan Bolonia nuestra querida Comunidad Europea nos demostró con creces que podía incluso hacernos la competencia.
Dicho plan ha destruido lo poco de bueno que aún quedaba en la universidad: el profesor vilipendiado, desarmado, desautorizado, sin libertad de cátedra, vigilado y torturado por la idolatría hacia las nuevas tecnologías, mientras los alumnos campan a sus anchas. ¿Qué se puede esperar de un sistema educativo donde los alumnos acaban sus cursos y el bachillerato sin saber a qué país pertenecen pues ni la historia común del lugar, ni la geografía, ni el arte, ni la literatura, ni las lenguas, ni la política, ni la Constitución, ni las normas más elementales de convivencia, ni el respeto entre los géneros, ni la democracia, ni casi nada de nada se les ha hecho aprender? Hoy la universidad, con mucha suerte, es un nuevo bachillerato. Así no es raro que muchos de esos jóvenes se identifiquen con los zombis o los monstruos de la fiesta disparatada e insultante de Halloween. Este es el baremo del nivel cultural que se les ha facilitado. Ellos no son culpables, ellos son sólo los tristes damnificados.
¿Cómo podrán estos muchachos luego, a lo largo de su vida adulta, identificar lo que es verdad de lo que no lo es? Hannah Arendt iniciaba la carta de agradecimiento que le envió a su maestro, el filósofo Karl Jaspers, reafirmándose en que la única cosa importante era la verdad. Esto mismo remarca Camus cuando, en su discurso de recepción del Premio Nobel, recuerda, y también agradece, las enseñanzas de su maestro en Argel. Todo lo demás giraba en torno a ella, a esta verdad.
La filosofía era una manera reflexiva para encontrarla. Y la filosofía, ahora reintegrada a la enseñanza y ya veremos cómo, también era la manera de enseñar a escuchar, a ser tolerantes, pacíficos, a evitar escepticismos y nihilismos y, evidentemente, sectarismos y fanatismos hoy instalados en nuestras democracias. La educación servía, y sirve, para demostrar que ninguna razón humana es infalible. Y la educación afianza, si se lleva a cabo bien, la confianza entre los pueblos y los individuos. No es que la educación pueda evitar todos los conflictos, pero sí aminorarlos.
La decadencia de las naciones o de los Estados democráticos comienza con el socavamiento de la educación y de la legalidad. Bien porque el gobierno en el poder interviene unilateralmente en el sistema docente (utilizándolo como adoctrinamiento, una de las más peligrosas perversiones, por ejemplo, evidentísima, en Cataluña); bien porque el poder abusa de las leyes, o bien porque la autoridad de la fuente de dichas leyes deja de ser contemplada como válida. Así, el Estado de derecho pierde su capacidad para la acción política responsable. El pueblo deja de ser ciudadanía y lo que queda, si queda algo, son tradiciones.
Soy agnóstico y siempre he defendido la educación laica. Sin embargo, las religiones son una construcción cultural tan relevante que deben, en su conjunto, ser explicadas. Sobre todo, para evitar sus fanatismos. Y esto se puede llevar a cabo desde un área propia, o dentro de un apartado correspondiente, en la filosofía o la ética. El noventa por ciento de nuestro patrimonio tiene, por las circunstancias históricas que ninguna ley de memoria jamás podrá cambiar o modificar, como materia al cristianismo. Quien entre en el Museo del Prado así lo comprobará. ¿No es bueno que los españoles conozcan su mitología grecolatina y monoteísta? Las ideologías –y las religiones también lo son– son sistemas explicativos de la vida y del mundo. La libertad no va asociada a las creencias, a diferencia del poder de las nuevas o ya viejas tecnologías en el día de hoy. Desde hace tiempo el secularismo quitó a las instituciones religiosas toda autoridad públicamente vinculante en la vida social y política.
¿Tiene sentido una nueva ley de educación cuando las más altas instancias están en entredicho, precisamente por la oscuridad y la incerteza en el cumplimiento de sus deberes académicos? ¿O una nueva ley de educación cuando la segunda más alta responsable del gobierno, ella misma profesora, niega la verdad de la evidencia reiteradamente? ¿Estará en los nuevos planes explicar lo que es la verdad y cómo debe respetarse en un Estado de derecho donde todos somos iguales, pensemos lo que pensemos?
En El proceso de Kafka, el capellán de la prisión le ordena a K, el detenido sin saber los motivos, que no pregunte por la verdad. No es necesario aceptar todo como verdadero, uno debe aceptarlo como necesario. Ya antes, su abogado le había aconsejado adaptarse a las condiciones existentes y no criticarlas. «Melancólica conclusión», dice K (todos nosotros somos K) «que convierte la mentira en principio universal». ¿Acaso se olvidó el autor de decirnos que las mujeres en el poder y, además, supuestamente feministas, envueltas en color violeta, no mienten nunca?
Mentir en aras de la necesidad aparece como algo sublime, y quien no se somete a esta «realidad» es un refractario. En el caso de K, la sumisión no fue obtenida por la fuerza sino por el sentimiento de culpa. Nadie está libre de culpa. Hacer dejación de la verdad por quienes tienen el poder y también por parte de los administrados conduce a lo que le pasó a K. Por cierto, ¿cuántos jóvenes lo habrán leído? La catástrofe siempre puede ser anticipada. Kafka avisó de una sociedad en disolución, que seguía ciegamente el curso natural de la ruina.
DE LA MISMAmanera que un gobierno no puede ser sustituido por la burocracia, las leyes tampoco pueden serlo por decretos, las más de las veces partidarios. Incluso cuando los que representan a las leyes dejan mucho que desear. ¿Una nueva ley de educación cuando las competencias están equivocadamente transferidas? ¿Una ley nueva de educación sin consensuar y exigible en todos los territorios? ¿Una nueva ley que impida la belicosidad entre unas y otras comunidades? ¿Una nueva ley de educación que evite el bochorno de ver en televisión cómo varios presidentes autonómicos desconocen la historia y la geografía no sólo de sus regiones sino de todo el país? ¿Una nueva ley de educación para que los jóvenes pronuncien con convicción y dignidad conceptos como libertad, democracia, constitución?
En nombre del principio de un abstracto igualitarismo que no admite distinción alguna entre buenos y malos estudiantes, entre vagos y esforzados, entre atentos y obligados, se establece la inaceptable exigencia de que, después de ser examinados para obtener el título de bachillerato, se le pueda incluso otorgar con una asignatura suspensa. Algo inaceptable. Un mal, sobre todo, para ese chico o chica y, también, un mal ejemplo para el resto. En la educación, la exigencia debe ser total y absoluta pues es la base esencial sobre la que cada estudiante va a levantar la arquitectura de su vida. De esta otra manera, el Estado será cómplice de su fracaso. Y el fracaso de todos.
En estos tiempos, como en otros no tan lejanos del pasado siglo, nos encontramos en un interregno entre el declive y desaparición de un mundo ya antiguo, y el nacimiento de lo nuevo, todavía desconocido. Sucedió entre el interregno de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Estamos, como en La muerte de Virgilio de Broch, en las últimas horas del último esfuerzo por encontrar la verdad y su certeza. Sabemos que la mentira no lo es, probablemente no descubramos nada más allá. Las mentiras, masculinas o femeninas o de cualquier otro género son, como diría Mirabeau (la cita la obtengo de la relectura de los Diarios de Byron), cosas verdaderamente pestilentes.
Aunque muchos conciudadanos vuelven a Berlanga para reírse de nuestra propia situación política, yo regreso a Carlos Saura. Hace poco coincidí con él y le dije que, cada vez más, me sentía como el personaje principal (representado por mi coterráneo Fernando Rey) de Elisa vida mía. Es decir, como un Robinson de nuestros días.