Desde la convicción de que el poder puede hacer cualquier cosa y de que la justicia no puede hacer nada en cambio, Solzhenitsyn observaba cómo aquellos demonios de la novela de Dostoievski –en apariencia una fantasiosa pesadilla provincial del siglo XIX– se esparcían e infectaban a países donde, por la vía de explosiones y atentados, podrían muy bien llegar a triunfar. A tamaño dislate contribuían jóvenes que, al carecer de experiencia y al faltarles años de sufrimiento, refrendan «jubilosamente nuestros depravados errores rusos del siglo XIX creyendo que han descubierto algo nuevo». Ello les hace relativizar –e incluso aclamar– la última temeridad. Pero también lo facilitan quienes, habiendo vivido más y comprender los graves riesgos en ciernes, no osan oponerse a ellos; al contrario, los adulan para no parecer retrógrados, para disfrutar de la eterna adolescencia o, simplemente, para no hacerse notar.
Unos y otros encarnan el «espíritu de Múnich» que jaleó a Chamberlain tras claudicar ante Hitler, al creer que había cosechado la paz que no tendría, y que no encuentra otro modo de enfrentarse a la bestialidad que el apaciguamiento. A juicio del premio Nobel, el «espíritu de Múnich» es una enfermedad que anula la voluntad de gobiernos y personas en la falsa idea de que «mañana, ya verás, todo estará bien», pero nunca termina de estar porque la cobardía se hace tributaria de la maldad.
Al cabo de 40 años, aquel alegato de Solzhenitsyn describe con precisión el tiempo presente de una Cataluña con un Gobierno en insubordinación –ya previno el juez Llarena, al concluir su instrucción del sumario del 1-O, que el proceso seguía en marcha– y que, ya desprovisto de la máscara de la «revolución de las sonrisas», ha uncido el soberanismo con el terrorismo. Lo ha hecho al condenar la última detención de un comando de los autodenominados comités de defensa de la república (CDR) acusados de preparar atentados con explosivos este octubre, como anticipo a la sentencia del Tribunal Supremo contra los cabecillas de la asonada. Viendo a los diputados separatistas gritar «Libertad, libertad» para un grupo armado, a la par que votaban la expulsión del mismo cuerpo que logró su desarticulación, hay que inquirir aquello mismo que Samuel Johnson planteó en su día: «¿Cómo es que los más clamorosos gañidos por la libertad los oímos entre los tratantes de esclavos?».
No se conoce, desde luego, precedente en el que un Gobierno, a la sazón representante máximo del Estado en Cataluña, y un Parlamento legitimen de forma tan artera a unos supuestos terroristas. Pero tampoco nunca un ex presidente en fuga, como el prófugo Puigdemont, había presumido de que «damos miedo, y más miedo que daremos», según exclamó el 1 de julio de 2017 ante medio millar de alcaldes en la Universidad de Barcelona en abierta amenaza al Estado; ni que otro en ejercicio, su valido Torra, alentara a esas guerrillas de los CDR al grito enronquecido de «Apretad, apretad, hacéis bien en apretar» con ocasión del primer aniversario del referéndum ilegal, tras confesarse uno de ellos y jactarse de que «yo tengo toda mi familia apuntada a los CDR», convirtiéndose en cómplice de sus acciones.
Éste ha pasado de negarse a condenar los actos tumultuarios de los CDR –ni siquiera cuando señalaron con excrementos las sedes del Pdecat y ERC y amenazaron al Govern por no aplicar los resultados del simulacro de referéndum del 1-O– a respaldar su explosivo terrorismo. Es más, según uno de los arrepentidos del Equipo de Respuesta Táctica (ERT) estaba al corriente de los planes y otro de ellos mantuvo contacto directo con él, según la investigación.
En el archipiélago Orwell catalán, merced a su absoluto control de los medios, bien entregados a la mentira, bien resignados a la servidumbre voluntaria de un silencio ominoso, el manejo de la información le permite amalgamar la realidad a conveniencia e incluso hacerla olvidar como si no hubiera sido. Así, Pilar Rahola, autora de la biografía de Mas El rey Arturo y consejera áulica de Puigdemont, determina que los CDR son «un movimiento cívico, transversal y con gente de buena fe». O la televisión oficial considera «una gran acción mediática» colocar una bomba en el Parlamento. De este modo, corrobora la distorsión cognitiva del nacionalismo. «El nacionalista –escribió Orwell, que vivió la Cataluña de la Guerra Civil– no sólo no desaprueba atrocidades cometidas por su bando, sino que tiene una notable capacidad para ni siquiera enterarse de ello».
Lo peor, empero, es que esa ceguera voluntaria sea adoptada por aquéllos que, como Chamberlain, han de refrenar y reconducir esa deriva totalitaria. Por más que los votos que hoy los sostienen en La Moncloa provengan de declarados insumisos al Estado, no desean enemistarse con ellos por si han de precisar de sus sufragios tras la ruleta de la fortuna del 10-N o anhelan que, haciéndose los distraídos, devolverán el tigre a su jaula.
En ese delirio de la sinrazón, cobraría sentido la confusa reacción del Gobierno con respecto a la detención del supuesto comando terrorista de los CDR. Llama poderosamente la atención la bronca del ministro Marlaska a los mandos de la Guardia Civil, revelada por EL MUNDO, porque éstos no le pormenorizaron la operación Judas–reveladora denominación que alerta de posibles traiciones– cuando 72 horas le anticiparon el calado de la misma. No se puede desconocer –mucho menos un ministro-juez– que esos guardias civiles, si bien están bajo su mando operativo, son policía judicial y, en consecuencia, se deben al juez de la causa.
Sabedor, además, Marlaska de cómo se la jugaron como magistrado los cargos policiales del ministro Rubalcaba al sabotear el 4 de mayo de 2006, para no interferir las conversaciones secretas de Zapatero con ETA, el desmantelamiento del aparato de extorsión de la banda en el bar Faisán mediante un chivatazo a miembros de la organización sobre su detención inminente. Como Marlaska hizo figurar en las diligencias sobre la delación, los jefes policiales, más atentos a Rubalcaba como ministro que a él como juez, no le dieron cuenta de la filtración hasta discurridas 72 horas cuando «disponían del teléfono profesional de este instructor y su móvil».
Por eso, al margen de que a Sánchez y a Marlaska les resulte difícil entender algunas cosas cuando su sueldo depende de no entenderlas, parece evidenciarse que ahora como entonces el Gobierno en funciones hubiera preferido que esta operación judicial no se hubiera anticipado a la sentencia del 1-0. Habría supuesto una temeridad que, conociendo la inmediatez de los planes terroristas, el juez García Castellón hubiera supeditado su urgente actuación al calendario político.
Desgraciadamente, quedan atrás aquellos pretéritos tiempos –engañosos por lo demás– en los que los nacionalistas vascos parecían de Marte, a causa del terrorismo, y sus colegas catalanes simulaban ser de Venus. Pero no es que estos últimos, tras 40 años en Venus, hayan mutado de naturaleza para cultivar con entusiasmo los campos de Marte, pues siempre fueron marcianos. Pese a su máscara venusina, blasonando el cacareado seny de los tiempos dorados del pujolismo, el nacionalismo catalán ha ejercido una violencia, más sutil si se quiere. Pero violencia al fin y al cabo, como sufren hoy en día muchos catalanes que no se someten a las horcas caudinas del separatismo obligatorio.
De la misma manera, tampoco el nacionalismo vasco, al adquirir una envoltura venusiana tras el adiós a las armas de ETA, ha dejado de ser de Marte. Asume un pragmatismo no violento que le reporte, a cambio de no seguir descerrajando las pistolas, ventajas considerables. Amén, claro, de los pingües beneficios de un provechoso cupo que le libra de contribuir solidariamente en proporción a su alto nivel de renta. Persiguiendo una vieja aspiración del nacionalismo de txapela, éste apremia ahora un concierto político que le dote de carácter de Estado Libremente Asociado atendiendo a la fórmula fijada en Puerto Rico en 1952.
Probablemente, el aparente cruce de caminos entre ambos nacionalismos haya que fijarlo en el encuentro del otrora consejero-jefe de la Generalitat con Maragall, Carod-Rovira, en ese momento president en funciones, y por tanto primera autoridad del Estado en Cataluña, con la organización terrorista en enero de 2004 en Perpiñán. A resultas del mismo, ETA estableció su protectorado catalán, mientras seguían asesinando en el resto de España. «Euskal Herria y Catalunya –según los amanuenses etarras– son las cuñas que están haciendo crujir el caduco entramado del marco institucional y político» español.
Traducido a román paladino, un socio del PSOE –promotor del pacto antiterrorista con Aznar– otorgaba a ETA la vitola de garante del camino emprendido por ERC hacia la independencia. En caso contrario, el perjuicio estaba asegurado: Cataluña dejaría de ser zona franca del terrorismo sanguinario y sufriría nuevos atentados tan crueles como los de Hipercor o de la casa-cuartel de Vic. Un socio de Zapatero guarnecía a los catalanes bajo el paraguas terrorista y situaba al resto de españoles en la línea de fuego de unos asesinos. Ante el silencio del PSOE, Carod y ERC perpetraban la fechoría de convertir en votos propios las esquelas de defunción ajenas, al igual que había ocurrido con el pacto suscrito en Estella entre el PNV y ETA. A raíz de la encamisada, Bono advertiría a Zapatero: «José Luis, con Carod allí, no podrás ir a un entierro de víctimas de ETA».
Ya, a principios de los 80, el entonces ministro socialista de Exteriores, Francisco Fernández Ordoñez –antes lo había sido con UCD–, hizo una confidencia a sus colaboradores más directos que resultaba sorprendente por el momento en el que la efectuó. Pese a que no habían cejado de registrarse atentados durante los Gobiernos de Suárez y González, se mostraba más preocupado por el nacionalismo catalán que por el vasco, si bien dudaba de si el día en el que desapareciera ETA la reivindicación separatista no se contagiaría al conjunto de partidos abertzales.
Aun dispensándole una gran amistad a Jordi Pujol, se maliciaba que, detrás del lenguaje ambiguo y de su equívoco comportamiento, ocultaba un independentista pragmático que aguardaba la hora oportuna. En vez de clamar sus sentimientos por los tejados –explicaba–, roía competencias para que el Estado fuera un cascarón huero. Al tiempo que producía su vaciamiento y sacaba al Estado de Cataluña, Pujol establecía las bases de lo que Tarradellas, ya fuera de la Generalidad, tildó de «dictadura blanca» y que catalogó de más peligrosa que las rojas. «La blanca –argüía– no asesina, ni mata, ni mete a la gente en campos de concentración, pero se apodera del país».
Los recelos de Fernández Ordóñez se veían, pues, corroborados por el anciano Tarradellas al que algunos independentistas quisieron ingresar en un psiquiátrico cuando estaba en el exilio. En una carta de 1981 al entonces director de La Vanguardia, Horacio Sáenz Guerrero, le testimoniaba que, tras darle posesión a Pujol en un acto en el que éste se negó a cerrarlo con vivas a Cataluña y a España, tenía el presentimiento de que iba a iniciarse una etapa que «nos haría recordar otros tiempos muy tristes y desgraciados para nuestro país».
«¿Cómo es posible –se preguntaba y conviene preguntarse 38 años después– que Cataluña haya caído nuevamente para hundirse poco a poco en una situación dolorosa, como la que está empezando a producirse?». Pues seguramente practicando el mal, mientras proclamaba el bien. Fue la estratagema de un Pujol que, mientras se llenaba los bolsillos, siempre concibió que, «hecho el país, hay que hacer el Estado» en una España que, con respecto al nacionalismo, ha estado guiada por una izquierda ciega y una derecha paralítica.