FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Entrado marzo, con el primero de los cuatro meses del juicio sobre el intento de golpe de Estado en Cataluña ya oficiado, todo apuntaba a que el presidente de la Sala II del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, era el gran adalid de refrendar la calificación delictiva provisional que había efectuado el juez instructor, Pablo Llarena: delito de rebelión por alteración del orden constitucional, que no sedición por quebrantamiento del orden público. Todo lo contrario de lo que, a la postre, ha sucedido en un jalón más de esa feria de las unanimidades –trasunto de La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe donde describe el «banco de favores» que hacía operar la Justicia americana– en que se ha sumergido el más Alto Tribunal en lo que toca a fallos comprometidos y comprometedores. Así, cuando se les interpele, podrán gritar que, como en Fuenteovejuna, han hecho Justicia todos a una y diluir de este modo cualquier responsabilidad individual.

La valoración de Llarena, para quien el proceso secesionista es un movimiento en marcha, había sido revalidada unánimemente por otros tres magistrados supremos, así como por la Fiscalía General y la Abogacía del Estado, y el presidente de la Sala II y ponente daba pábulo a esa creencia. Pese a esa extendida sensación, que Marchena parecía avalar con su manejo de la batuta en el juicio, tras un dubitativo estreno, había quien dentro de la Sala, de gran fuste y experiencia, no lo tenía tan claro. Al contrario, se maliciaba que jugaba con doble baraja, y así lo percibía haciendo partícipes a quienes le acompañaban en un almuerzo marceño entre sesión y sesión.

Empero, era tal el magnetismo de Marchena que no era difícil albergar alguna duda sobre si el ilustre comensal podía estar desfogando cierta rivalidad –tan frecuente entre ropones– con relación a quien compartía apellido con el gran cantaor flamenco Pepe Marchena, cuya voz dulce, de canario, fue recibida como un reparador bálsamo en la España malherida de la postguerra. «Tenía una fábrica de caramelos de malvavisco en su garganta», enfatizaba Juanito Valderrama, si bien algunos colegas no le perdonaban su éxito contraponiendo a su meloso cante su petulancia. Baste resaltar como anécdota el día en que el maestro aceptó verse con un joven aficionado –luego gran flamencólogo y crítico, Manuel Martín Martín– al que citó a las diez de la mañana demorando su llegada hasta el mediodía. Momento en el que se presentó con un impecable terno verde macareno –como el manto de la virgen sevillana–, sombrero de igual color, disculpándose de esta guisa: «Chiquillo, ¿acaso no sabes el tiempo que cuesta vestirse de Marchena?».

Evocando aquellas confidencias alrededor de una mesa, no cabe duda de que el juez Marchena maniobraba para que esta vez –como gato escaldado– no le ocurriera lo mismo que cuando PSOE y PP apalabraron su frustrada designación como presidente del Consejo del Poder Judicial y del Supremo, y hubo de renunciar al destaparse aquel gatuperio entre Pedro Sánchez y Pablo Casado, a raíz de una filtración periodística de la ministra Delgado. Poniéndose la venda antes de la herida, Marchena deslizaba que su predisposición era la de una condena por rebelión, pero que ésta se revelaba imposible dado que la Fiscalía, en sus conclusiones finales, seguiría el camino de rectificación de la Abogacía del Estado, una vez destituido Edmundo Bal por un Gobierno sostenido por los votos secesionistas.

Esa sombra de sospecha era especialmente dañina para la credibilidad de unos fiscales que se habían batido el cobre secundando la impronta de su máximo responsable, el malogrado José Manuel Maza, al que se le fue la vida en el empeño. De hecho, tras su inesperada muerte en una clínica bonaerense, los cuatro fiscales de Sala le aguantaron el pulso a su sucesor Sánchez Melgar, quien, por su cuenta y riesgo, solicitó la libertad provisional para el ex consejero del Interior catalán Forn en base a una enfermedad que no le constaba ni a su abogado.

Con ese estreno de aúpa, reaparecía el fantasma del sometimiento del Ministerio Público a las conveniencias del Gobierno. De hecho, sonaba a película ya vista con los etarras De Juana Chaos y Bolinaga, excarcelados a cuenta de su estado de salud. No obstante, el designio torticero del fiscal general de liberar a Forn quedó en agua de borrajas al sufrir el revolcón de la Sala de Apelación del Tribunal Supremo. Melgar quedó como La Chata por dar gusto a Rajoy que, ciego como gato recién parido, quiso forzar la mano como en el póker en esa política de apaciguamiento del nacionalismo que no conoce raya divisoria entre partidos.

Luego, ya con Sánchez en La Moncloa, se registraría una nueva tentativa con la nueva fiscal del Estado, María José Segarra, quien llegaba de Sevilla precedida de sus buenos servicios al PSOE en el sobreseimiento de la corrupción. Segarra se dio de bruces con el roquedal del cuarteto de fiscales. Ello obligó a una contrariada ministra Delgado a destituir por las bravas al abogado del Estado. No en vano, si la rebaja de calificación de rebelión a sedición no era solicitada por nadie, era muy complicado que el Alto Tribunal pudiera hacerlo. De hecho, esa había sido una pertinaz reclamación de los socios separatistas de Sánchez.

Por eso, la teatralidad de Marchena buscaba quedar bien a costa de una Fiscalía que se había dejado los dientes refrendando la infatigable labor del instructor Llarena, quien procesó por rebelión a los 13 cabecillas de la sublevación. Atendiendo a la resolución final del Tribunal Supremo, la conducta de Marchena refresca un delicioso percance de Caracol El del Bulto, padre de Manolo Caracol y mozo de estoques de Joselito El Gallo. Al apearse del tren en la estación de Atocha, a donde llegó con un gran retraso procedente de Sevilla, la locomotora del Expreso pegó un rebufo de vapor que le empapó entero. Repuesto del susto, El del bulto recompuso la figura, se encaró con la máquina y desfogó su enojo: «Ese roneo, cojones, en Despeñaperros».

Análogamente, muchos lamentan que el roneo de Marchena durante el juicio no lo haya trasladado mejor a la sentencia, en vez de adornarse en las sesiones. Sin embargo, primero se trató de amparar en el Ministerio Público y luego, en vista de su firmeza, se lavó las manos escudándose en la unanimidad para ofrecer la sentencia que apetecía al Gobierno incluido el portillo de la traición de que no se les exija a los rebeldes el cumplimiento de la mitad, al menos, de la condena como exigía la Fiscalía. Gozando de mayoría absoluta o disponiendo de minoría absoluta, con personajes como Pascual Sala o Cándido Conde-Pumpido de arietes, el PSOE lleva imponiendo su jurisprudencia partidista desde que, por medio de la ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, declarada «aconstitucional» por el Tribunal Constitucional, Alfonso Guerra decretara la muerte de Montesquieu y de la separación de poderes.

Clama al cielo que los unánimes magistrados de la sentencia del 1-O, como el caballo del picador que se tapa los ojos para no ver el morlaco, tilden de mera «ensoñación» un golpe contra la legalidad constitucional que vio toda España y que obligó al Rey don Felipe a requerir públicamente la intervención de las instituciones del Estado para hacer frente a la proclamación de la independencia de Cataluña. Como hizo su padre cuando la asonada de Tejero para derrocar a un Suárez que se anticipó a dimitir para que la democracia restaurada no fuera un paréntesis en la historia de España. ¿Alguien imagina el escándalo que se hubiera registrado si el tribunal militar que juzgó a los golpistas del 23-F hubiera resuelto que todo había sido la ensoñación de un teniente coronel tronado y que lo carros de combate que Milans del Bosch sacó a las calles de Valencia fueron un movimiento meramente aparencial destinado sólo a presionar al Gobierno para que negociara? No sólo no fue así, sino que el presidente Calvo-Sotelo recurrió la sentencia para que, en el ámbito del Tribunal Supremo, la pena fuera la máxima que contemplaban los códigos.

Cuando el genio de Rafa Latorre tituló su libro sobre el procésHabrá que jurar que todo esto ocurrió, nadie pudo columbrar que lo sería por medio de una sentencia del Tribunal Supremo que emite su particular damnatio memoriae para dar por no acontecidos hechos que han tenido lugar. Si en la instrucción, jueces y fiscales evitaron que el Estado de derecho se rindiera «a la determinación violenta de una parte de la población catalana», la Sala II ha coadyuvado al propósito del Gobierno y de sus socios parlamentarios de que se zanje la cuestión con un armisticio que haga que el episodio golpista se tenga por no ocurrido.

Con relación al fallo del Tribunal Supremo, y dada la artificiosidad de sus argumentos para eludir una condena por rebelión, su prosa a varias manos parece recrear la escena de Los intereses creados, de Jacinto Benavente, cuando Crispín arranca del juez la libertad de su amo bailando el orden de las comas en el escrito de condena: «Ved aquí: donde dice… ‘Y resultando que no, debe condenársele’, fuera la coma, y dice: ‘Y resultando que no debe condenársele…’». Ello hace proclamar a Crispín: «¡Oh, admirable coma! ¡Maravillosa coma! ¡Genio de la Justicia!». Todo aquel arte de birlibirloque le lleva a concluir cínicamente: «Mejor que crear afectos es crear intereses». Por eso, una cosa es acatar la sentencia, y otra bien distinta es comulgar con las ruedas de molino de una condena por sedición bajo el trágala de que ello facilita su ratificación posterior por el Constitucional y por Estrasburgo, pero que supone un acicate para los juzgados y quienes los secundan. Si un Estado no respeta sus propias leyes, no pretenderá que otros lo hagan por él.

En el desenlace de la sentencia del 1-O, cobra actualidad necesariamente el breve diálogo de mayo entre Sánchez y Junqueras, con ocasión de la constitución de las nuevas Cortes. Cuando el líder de ERC le decía «tenemos que hablar» y el presidente en funciones le respondía: «No te preocupes». Si Rajoy, confundiendo la realidad con el deseo, se creyó la supuesta moderación de Junqueras frente a Puigdemont, pero cuando éste quiso frenar la declaración de independencia y convocar elecciones para evitar el artículo 155, fue empujado por ERC acusándole de haberse vendido por «155 monedas de plata», que dijo Rufián, ahora el PSOE transita por esa misma senda errada para reconducir la crisis catalana.

Ello atenaza a Sánchez a la hora de resolver cómo sofocar una insurrección en marcha que consume la independencia en la calle. El eterno candidato Sánchez sólo aplicará la ley cuando le rente electoralmente. Como el socialdemócrata Schröder, que ganó las elecciones alemanas que tenía perdidas en 2002 calzándose las botas de agua en las graves inundaciones de Sajonia para luego formar gobierno con los Verdes. De la misma manera, Sánchez puede apretar, llegado el caso, la mandíbula con el independentismo antes del 10-N, si sigue precipitándose en las encuestas, para después relajarla e ir sonriente a su encuentro. Como Iceta, oponiéndose a una moción de censura contra Torra, y a la semana siguiente pidiendo su urgente dimisión.

Rememorando las Lecciones de febrero, Solzhenitsyn se preguntaba cómo llegó a producirse la revolución rusa de 1917 cuando los insurrectos no estaban preparados para ella y concluía que la razón principal estribó en la inoperancia de un gobierno que «esperaba siempre que todo se arreglara solo» haciendo que el régimen zarista cayera en días. Tampoco aquí la actitud contemplativa del Gobierno va a servir para reponer la ley y el orden como salvaguarda de los ciudadanos. El Estado parece haber olvidado su propia fuerza como el elefante de Kipling a base de no ejercerla. Ello da alas a un independentismo que sólo puede ganar frente a quienes declinan de su deber.

Entre el 155 que se podía asumir por todos los partidos constitucionalistas y la sentencia que se podía firmar por todos los jueces supremos, el independentismo ceba la bomba del victimismo, engorda a ojos vista, se garantiza su impunidad y acelera la marcha para que el procés sea irreversible ante un Estado que se suicida tratando de apaciguar al tigre que lo ha de devorar con la resignación, pero sin sus ganas de luchar, de los cristianos arrojados a la arena del circo romano para satisfacción de la plebe y orgullo de su César. Las prematuras muertes del fiscal Maza y del juez barcelonés Ramírez Sunyer que emprendió las pesquisas sobre el 1-O han librado a ambos de la penalidad de conocer la sentencia de un Tribunal Supremo que, como colofón de una politización extrema de la Justicia, se ha vendado ambos ojos y ciega del todo se deja conducir por el lazarillo del poder político. Pena Suprema.