Ignacio Camacho-ABC
- Al revés que Bergoglio, Carlos Amigo era un franciscano que llevaba un alma de jesuita encerrada bajo el hábito
Con su compás lento y triste, las campanas de la Giralda doblaron ayer a muerto como lo volverán a hacer el sábado, cuando la Catedral hispalense acoja los restos del cardenal que gobernó la diócesis durante 27 años. El riosecano Carlos Amigo Vallejo fue el paradigma del rumbo estratégico que el Vaticano II quiso imprimir al perfil del líder eclesiástico moderno: mediador, tolerante, comprometido, abierto. Al revés que el Papa Bergoglio, que es más franciscano que jesuita, llevaba un alma de jesuita encerrada en el hábito de franciscano. Refinado de pensamiento, inteligente, elegante de traza, un punto sinuoso a la hora de solucionar con diplomacia conflictos delicados sin perderle la cara al deber solidario ni renunciar a imponer cuando lo
creía preciso -en el debate sobre las mujeres nazarenas, por ejemplo- la autoridad expeditiva de un baculazo. No se le cayó nunca el anillo por visitar los extrarradios de la pobreza y el paro, ni por recibir a los sindicatos, ni por negociar con los socialistas la venta de San Telmo a cambio de restauraciones patrimoniales y la construcción de un nuevo seminario, ni por convertir en hotel una parte de su palacio con tal de allegar fondos con los que socorrer a unas parroquias a punto de colapso. En tiempos de la cultura del pelotazo hizo de la ‘teología de la financiación’, como la bautizó Javier Rubio, un recurso pragmático de apostolado para que los perdedores de la prosperidad no se quedasen fuera del reparto.
Acogió dos veces en Sevilla a Juan Pablo II y participó en los cónclaves que eligieron a dos Pontífices. Lo recuerdo bajo la columnata de San Pedro al acabar el último; me agarró del brazo y en cinco minutos me trazó las coordenadas del nuevo Papado con exacta visión de futuro. Poseía dotes políticas y finura perceptiva pero su estilo encajaba poco con la línea que durante su mandato episcopal predominaba en la cúpula de la jerarquía. Eran los tiempos en que Rouco se las tenía tiesas con Zapatero y a Amigo le tocó ejercer de contrapeso y mantener contactos discretos para no romper el hilo de diálogo con el Gobierno. Su mensaje estuvo siempre impregnado de espíritu de concordia. Lo mismo visitaba en Los Corrales al cura Diamantino, un líder jornalero de escasa ortodoxia, que dedicaba tarde tras tarde a recorrer conventos de monjas donde su apariencia distante se derretía en un hálito de humanidad consoladora. Los sevillanos no olvidaremos la firmeza con que en el funeral del matrimonio Jiménez Becerril, caído junto a su despacho, tronó con la voz del Dios de las Escrituras: «Caín, ¿dónde está tu hermano?». Retirado como estaba en los últimos años me quedé sin saber qué pensaba al saber que los autores del asesinato, que lo habían seguido a él mismo, gozan hoy de beneficiarios penitenciarios. Entre los que aquel día le escuchamos quizá haya sido el único capaz de perdonarlos.