José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Si en 2009 los periódicos catalanes apelaron a la «dignidad de Catalunya», es hora de hacerlo a la de los españoles, en defensa de los compatriotas de País Vasco y Cataluña que los nacionalismos extranjerizan
Sucedió el pasado sábado en el campo de futbol de Urbieta (Guipúzcoa). Se jugaba la final de la copa preferente entre el Gernika Sporting y el Askarza. De este equipo formaba parte Mikel Iturgaiz, de 23 años, hijo de Carlos Iturgaiz, parlamentario vasco que encabezó el 12 de julio del pasado año las listas del PP en las elecciones vascas. Un grupo de radicales le gritó «¡Facha de mierda, te vamos a matar! ¡Te vamos a quemar vivo como a tu puto padre!». Se echaron al campo y a punto estuvieron de agredirle. Este tipo de episodios son relativamente habituales en el País Vasco. En mayo pasado también fue agredido Iñaki García Calvo, concejal del PP en el Ayuntamiento de Vitoria.
Los hechos son graves, pero lo son tanto como sus derivaciones políticas y mediáticas. EH Bildu se ha negado a «condenar» estos actos de violencia y coacción. En el caso de Mikel Iturgaiz, ha vetado mociones en ese sentido en los Ayuntamientos de Vitoria y San Sebastián. Hizo lo mismo en el caso del edil vitoriano. Aducen los de Otegui que ellos «rechazan» pero no «condenan» estos «incidentes». Lo que no obsta para que la filo-etarra, Mertxe Aizpurúa, portavoz del peor abertzalismo en el Congreso, haya participado en el homenaje de la Cámara a las víctimas del terrorismo, sentada ufanamente en su escaño, mientras Maite Araluce, presidenta de la asociación que las reúne, hija de Juan María Araluce Villar, presidente de la Diputación Foral de Guipúzcoa, asesinado por ETA el 4 de octubre de 1976 junto con su conductor y sus tres escoltas, denunciaba en la calle, megáfono en mano, una evidencia inmoral(*): que el entendimiento del Gobierno con EH Bildu, «blanqueaba» —ahí están sus pactos— a una organización que se niega a despegarse del legado de ETA y ampara su memoria encapsulada en un falso «conflicto» entre el Estado y Euskadi.
La inmensa mayoría de los medios, no se ha hecho eco de estos acontecimientos. Los padecen en silencio —en un ruidoso silencio— los españoles invisibles en el País Vasco. Y salvando las distancias, también los catalanes sometidos al ucase independentista y a la arrogancia de los indultados recibidos en las instituciones autonómicas comunes como «padres de la patria» y jactándose con prepotencia de reencontrarse ayer con Puigdemont en Waterloo. Los nacionalismos absorben la total representación de su territorio. EH Bildu y el PNV son Euskadi; ERC, JXC y la CUP son Cataluña. Este es el gravísimo fenómeno de la invisibilidad de los españoles en esas dos comunidades: los extranjerizan en su propia tierra. A lo que ha contribuido el parlamentario letón de la Asamblea de Europa, Boriss Cilevics, que ha sido el ponente del informe sobre la crisis de Cataluña en ese organismo y que se paseó por Barcelona y visitó a los presos sediciosos, pero no consta que se reuniese con las asociaciones constitucionalistas que los separatistas denominan «unionistas».
Como buen nacionalista letón, Cilevics —que en su aprobada propuesta nos pone a la altura de Turquía, reclama que el Estado desista de la extradición de Puigdemont y de los demás fugados, pide que se cambie el Código Penal y se muestra a favor de los indultos—, ¿aceptaría una investigación sobre el sojuzgamiento en su país de la minoría rusa —más del 10% de la población, 250.000 personas— que, según el historiador Daniel Reboredo, forma el grupo de apátridas más numeroso del mundo y al que se le prohíbe, incluso, el uso de su lengua? El Gobierno, alguno de cuyos miembros ha mantenido una interlocución fluida con este parlamentario, ha contemplado con impasibilidad su sectarismo. Le venía bien para apuntalar los apoyos a los indultos aunque su ponencia haya vapuleado a la justicia y la democracia españolas.
Es realmente reprochable que los presidentes de las comunidades vasca y catalana, con grave daño en ocasiones para los intereses de sus respectivas sociedades, se nieguen a participar en foros —la conferencia de presidentes, por ejemplo— en los que se dirimen asuntos de importancia para la ciudanía en general; son actos opresivos para los vascos y catalanes no nacionalistas que se les prive en su tierra de los símbolos nacionales de España como la bandera o el himno, que se les discrimine por razones ideológicas y/o idiomáticas —eso ocurre— o que se menosprecie a los representantes institucionales del Estado con desplantes como ocurre con el Rey en Cataluña.
Pues bien: con estas fuerzas políticas que invisibilizan y extranjerizan a cientos de miles de españoles vascos y catalanes pacta el Gobierno. El Ejecutivo es responsable de envalentonarlos, de empoderarlos, de reconocerles la representación única y total de lo vasco y de lo catalán. Cuando Gabriel Rufián se mofó de la negativa del presidente ante el nada inverosímil referéndum en Cataluña —»denos tiempo», le advirtió— la mansedumbre de Sánchez fue similar a las contestaciones algodonosas a la que fuera apologeta de la banda terrorista ETA, Mertxe Aizpurua.
Si el Gobierno, si el presidente, supieran el efecto que esta actitud provoca en los vascos y catalanes constitucionalistas, es posible que comprendieran que en las próximas elecciones generales van a votar más contra su dejación que contra su ineficacia, más contra el apaciguamiento y la abdicación moral (*) que contra las políticas concretas, sean económicas, sociales o de otra naturaleza. El proceso soberanista comenzó —aunque no se quiera reconocer— con un editorial conjunto de la prensa catalana publicado en noviembre de 2009 reclamando «la dignidad de Catalunya». Pues ahora es el momento de reclamar la dignidad de los españoles que quieren serlo libremente en Cataluña y en el País Vasco. La dignidad exigida por los redactores de aquel texto periodístico apelaba a la capacidad de Cataluña para «articular la legítima respuesta de una sociedad responsable». Ya hemos visto esa «legítima respuesta». Pues a la recíproca: los españoles no pueden permitir por más tiempo la amputación de la identidad de los cientos de miles de vascos y catalanes que quieren seguir siendo españoles. Se hará inevitable una democrática «respuesta» a este estado de cosas como corresponde a una «sociedad responsable». Cuestión de tiempo.
* Sobre la relación entre política y moral, léase el ensayo de Norberto Bobbio (‘Política y Moral’) de 1991 publicado en la revista ‘Nexos’ de 1 de abril de 1992.