José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • La gestión por Interior de las amenazas durante la campaña, las presencias, las ausencias, las palabras y los errores de su titular le perfilan con la radicalidad propia de los conversos

El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, ha sido otra víctima de la pésima campaña del PSOE pilotada desde la Moncloa. Su aparición en un mitin de Ángel Gabilondo afirmando el carácter de “organización criminal” del PP —atribución delictiva que según él habría sido malinterpretada— le enmienda a la totalidad como miembro del Gobierno, pero más aún como magistrado en situación administrativa de servicios especiales. No es, sin embargo, este desliz verbal la peor de las equivocaciones del responsable de Interior. Otras dos son mucho más graves y de mayor alcance. Por una parte, permitir —¿alentar?— la participación en la campaña de la directora general de la Guardia Civil, María Gámez. Por otra, no imponer un criterio elemental de discreción en relación con la precipitada publicidad de las amenazas recibidas contra la propia Gámez, Iglesias, Maroto, Ayuso y Zapatero.

La dirección general de la Guardia Civil es un cargo de Estado que debe proveerse por el Consejo de Ministros a propuesta de los titulares de Interior y de Defensa. La directora general es la responsable política de un Instituto Armado con 78.000 efectivos que forma parte de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad y que, como tal, asume funciones también de policía judicial. Es tal la entidad política, institucional y operativa de la Guardia Civil que sus responsables —profesionales e institucionales— deben observar una discreción absoluta en las batallas electorales. Es perfectamente legítimo que la dirección general la ocupe una persona que milite en el grupo político del partido en el Gobierno, como es el caso, pero resulta exigible que en tanto en cuanto desempeñe ese cargo su militancia entre en hibernación. La solidaridad con ella por las amenazas recibidas puede y debe expresarse de modo transversal e institucional, pero la condena contra la amenaza a su integridad no requiere el auditorio de un mitin.

María Gámez y el propio Marlaska han cometido gruesos errores en la dirección de la Guardia Civil. La destitución, revocada judicialmente, del coronel Diego Pérez de los Cobos ha sido un episodio de penosa incompetencia y probable animosidad personal hacia el que fuera responsable de la comandancia de la Guardia Civil en Madrid. La destitución de este militar le costó a Marlaska —además del revolcón judicial— un serio enfrentamiento con otros mandos del cuerpo y una tensa relación con la ministra de Defensa, Margarita Robles. Durante el primer estado de alarma, el jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil (abril de 2020) declaró sin rebozo alguno que los agentes tenían como “línea de trabajo minimizar ese clima contrario a la gestión de la crisis [de la pandemia] por parte del Gobierno”. Tanto Robles como Marlaska atribuyeron esas palabras a un “lapsus”. No lo fue, sin embargo, que Interior sancionase —y siga— las infracciones a las medidas gubernamentales contenidas en el decreto del estado de alarma conforme a la ley orgánica de protección de seguridad ciudadana de 2015 —’ley mordaza’— que los socialistas prometieron derogar. No lo han hecho.

Esta forma de instrumentalizar la imagen de la Guardia Civil a través de su directora general es un grave error de juicio político que ha consentido Marlaska, al que debe atribuirse también la indiscreción en la publicidad de las amenazas durante la campaña. Es criterio constante de las distintas policías que este tipo de coacciones deben ser tratadas con la máxima discreción para favorecer, por una parte, una mejor investigación y, por otra, para evitar el efecto contagio que, de forma inevitable, suele producirse. Ocurre algo similar con la información sobre los suicidios. Es norma deontológica del buen periodismo evitar dar esa causa a decesos para evitar el llamado ‘efecto llamada’. Este asunto se le ha descontrolado al ministro del Interior, si acaso tuvo la intención de manejarlo con criterios técnicos y profesionales, lo que podría dudarse al observar que él mismo, sin contención, se ha lanzado a participar en este festival de despropósitos verbales y gestuales en que se ha convertido la campaña del 4-M.

Dos gravísimas omisiones del ministro componen, además, el que se conoce ya como ‘caso Marlaska’. Ha tenido que ser el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña el que haya impuesto mediante un auto la vacunación allí de los preteridos policías nacionales y guardias civiles sin que desde Interior se haya oído una queja o una reivindicación del derecho de estos funcionarios, claramente discriminados respecto de los efectivos de la policía autonómica. Y Marlaska ha mantenido un ominoso silencio ante las declaraciones de Pablo Iglesias a ‘La Vanguardia’ (27 de abril) según las cuales “es evidente que la ultraderecha trata de infiltrarse en la policía”. Ahí deja el desquiciado candidato de UP la sospecha sin que desde Interior nadie rebata semejante insidia, de la que no hay prueba ni indicio alguno.

Por lo demás, causa rubor que el ministro del Interior califique de “26 años de chapuzas” los que ha gobernado el PP la Comunidad de Madrid. Durante ese cuarto de siglo, Marlaska se distinguió por el ejercicio de la actividad jurisdiccional en plena libertad, por un sesgo no precisamente progresista y por una constante escalada profesional que, de la mano del PP, le llevó a una vocalía del Consejo General del Poder Judicial. Vaya con las ‘chapuzas’. La fe del converso suele ser radical. Por eso, Manuel de Irujo, el único miembro insigne del PNV que fue ministro de Justicia durante la II República, aconsejó con muy buen criterio lo siguiente: “Los conversos, ¡a la cola!”. Aquí, conversos y, además, ministros.