LIBERTAD DIGITAL 09/06/17
CRISTINA LOSADA
· Si uno ha hecho una gran inversión emocional en esas convicciones, se resistirá como gato panza arriba a cualquier cosa que las contradiga.
No me he apuntado a la moda de la posverdad. Quizá lo haga, pero antes tendrán que convencerme de que el neologismo merece la pena. Que designa algo para lo que aún no teníamos palabras. El diccionario Oxford ha incluido el término, que define en relación a las circunstancias en que «los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y a las creencias personales». Nuestra avidez por los neologismos, en general, y por los que aparecen en el universo periodístico anglosajón, en particular –qué le vamos a hacer, si son más creativos–, catapultaron entre nosotros a la posverdad a una fama que, sospecho, será tan pasajera como fue intensa. Post-truth fue la Palabra del Año en 2016, y no es difícil adivinar que su aparición y uso están íntimamente ligados al fenómeno Trump, al Brexit y a los suburbios populistas europeos.
El influjo de las apelaciones a la emoción y a las creencias en la esfera política no tiene, sin embargo, nada de nuevo. Es tan viejo como la política, esto es, tan viejo como el mundo. Sería una ingenuidad pensar que hubo un tiempo, una especie de Edad de Oro de la razón, en que la primacía de los hechos sobre las emociones fue absoluta e incontestable. Como también lo sería creer que nunca hasta hoy se ha traficado con las llamadas fake news, con las informaciones falsas (contradictio in terminis) que sustentan el edificio de la posverdad. Si algo han entendido los que hoy, como ayer, quieren manipular a la opinión pública es que han de presentar hechos: hechos falsos que pasan por verdaderos.
Frente a la idea de la excepcionalidad de esa catarata de falsedades bajo la que viviríamos por efecto del multiplicador digital, conviene tomar perspectiva: lo excepcional, históricamente, son las noticias verdaderas, es decir, las verdaderas noticias. Lo decía entre líneas Silvio Waisbord, profesor en la Universidad George Washington, en un artículo reciente: «La circulación de información falsa tiene una historia más extensa que la información debidamente verificada». Aunque, añade, la circulación de mentiras y propaganda a escala global es «infinitamente más fácil» en una red horizontal de intercambio de ideas (como internet) que evita «los filtros de los modernos árbitros de la verdad, como la ciencia y la prensa». Cierto. El problema es que esos árbitros están cuestionados.
Allá a finales de los ochenta, antes de las redes digitales, Jean-François Revel escribió un libro cuyo título avanzaba la tesis: El conocimiento inútil. Era la respuesta a la pregunta que se planteaba. La civilización del siglo XX se ha basado, más que ninguna otra antes de ella, en la información, la enseñanza, la ciencia y la cultura, es decir, en el conocimiento, escribía. Pero ¿esa preponderancia del conocimiento ha aportado una gestión de la humanidad más juiciosa que antes? La pregunta era tanto más importante cuanto que el perfeccionamiento tecnológico haría del siglo XXI «la época en que la información constituirá el elemento central de la civilización». Era una intuición potente. La frase con que empezaba aquel libro también lo era: «La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira».
Revel no se hizo ilusiones. Seguramente no se las hizo porque conocía bien el poder de la ideología. En la pieza de Waisbord, centrada en la dificultad de dejar de creer en la información falsa, aparece un concepto que le habría gustado a Revel: el cerebro ideológico. «Hay creencias resistentes a la información, especialmente si están sólidamente engarzadas con identidades individuales y colectivas: si son parte de un cerebro ideológico que filtra la realidad según convicciones férreas sobre el mundo». Si uno ha hecho una gran inversión emocional en esas convicciones, se resistirá como gato panza arriba a cualquier cosa que las contradiga. Y, al revés, exhibirá con enorme satisfacción cualquier cosa que las confirme. «Las falsedades son pegajosas si están arraigadas en sentimientos de identidad», decía el autor.
Como hay identidades políticas que se fundan mucho más que otras en la identidad, verbigracia las nacionalistas, eso de las falsedades pegajosas les va al pelo. Pero casi nadie está del todo libre de preferir lo que nos confirma en nuestras percepciones y opiniones antes que aquello que las contraría. Ello a pesar de que los hechos más interesantes son los que agrietan el blindaje con el que las protegemos. Claro que el precio a pagar por aceptar esas grietas y roturas puede ser el aislamiento. Nunca ha salido gratis salirse del rebaño, aunque el rebaño digital, el que sea, porque hay muchos, es el que mejor ha logrado mantener prietas las filas con el simple recurso del palo y la zanahoria. Pero la posverdad y sus tropas siempre han existido.