JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Pasada la euforia por el éxito organizativo de la cumbre, toca al Gobierno volver a hacer pie en una embarrada realidad con la perspectiva de hundirse en ella

Como se desgarra una tela de araña y explotan las pompas de jabón», a decir del Crisóstomo, así se ha desvanecido el boato y apagado las luces que han enmarcado la pomposa cumbre que la OTAN ha celebrado en Madrid con motivo del cuadragésimo aniversario de la incorporación de España a la organización. Y, vuelto de la ilusión a la realidad, tras los días de vino y rosas, de euforia y gloria, el Gobierno se encuentra ahora consigo mismo y con lo que dejó atrás, deteriorado y envejecido como si los dos días hubieran sido otros tantos años. Pero, antes de pasar a ello, toca mirar el sombrío futuro que dibujaron los expertos de la cumbre en sus reservadas sesiones de trabajo.

El resumen se expresa en tres palabras: «Vuelta al pasado». Y los más viejos sabemos que el pasado es tensión y guerra, de momento, fría. Telarañas desgarradas y pompas explotadas podría aplicarse también a aquellos dulces años que, tras la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la URSS, habíamos creído inacabables, crédulos, como fuimos, ante la engañosa promesa de un «fin de la Historia» y el inicio de una nueva era en que los acuerdos, la cooperación y el buen entendimiento sustituirían, en la política internacional, al sordo enfrentamiento heredado de la II Guerra Mundial. Vuelven -se nos ha dicho- el riesgo, el enemigo, el desafío sistémico, la desconfianza, la inseguridad, la disuasión, la escalada armamentista, la disrupción comercial. El miedo, en definitiva, y el recelo como únicos motores de la relación entre países. No deja de ser significativo, al respecto, que el gran logro que la cumbre ha exhibido como su mayor éxito haya sido el ingreso en la organización de dos nuevos socios que, pese a su vecindad con el ahora declarado enemigo, se habían sentido hasta ayer seguros en su neutralidad. Una fortaleza, pues, la de la OTAN, basada en el temor, como cuando se fundó en 1949 sobre las cenizas de una guerra y la voluntad de evitar otra nueva.

No han sido meros pronunciamientos retóricos o desnuda propaganda lo que se ha oído en la cumbre, aunque de ambos haya habido en abundancia. Las palabras han sido, aparte de descriptivas, performativas y contribuido, por ello, a crear en la población estados de ánimo que acabarán traduciéndose en acciones. Por de pronto, la actual despreocupación de nuestras sociedades se ha visto sacudida por una ola de frío temor que las hará desconfiadas y recelosas. La visión de los macabros efectos de la invasión de Ucrania será la alarma permanente que nos mantendrá despiertos frente al sueño de una Europa libre de convulsiones bélicas. Nos lo acaban de advertir quienes de esto saben: no somos inmunes a la guerra. Nos costará hacernos cargo.

El encuentro de la OTAN se puede resumir en tres palabras: «Vuelta al pasado». Y eso es tensión y guerra, de momento, fría

De hecho, y pasando al análisis de lo cercano, hasta tal punto no somos inmunes a la guerra, que su nombre se ha empleado para definir el estado de nuestra economía. «De guerra» se la ha llamado. De improviso, cuando aún se suceden nuevos brotes de la pandemia iniciada en febrero de 2020 y nunca del todo vencida, nos vemos inmersos en una crisis que, sea cual fuere su relación con la guerra, evoca no pocos de sus efectos. Empleo precario, inflación empobrecedora, inseguridad ante el futuro, incertidumbre por hijos y nietos, desdén de las instituciones, convivencia tensionada y agresiva, depresión y desesperanza generalizadas. ¡No estaremos ante una catástrofe, pero los mensajes que nos llegan, de una y otra parte, invitan a temerla muy cercana!

Acabados, pues, los días de euforia y ensueño, el Gobierno vuelve ahora a hacer pie en esta embarrada realidad que en tan poco se les parece. Y existen fundadas dudas de que pueda hacerlo sin hundirse. La propia cumbre de la OTAN ha servido para que sus miembros ahonden en la división que desde el inicio los enfrenta. Y, descartada la recuperación de la unidad gubernamental, no se vislumbra alternativa que la reemplace. No, al menos, mientras quien puede serlo sea calificado por quien le necesita de terminal obediente a innombrables «intereses oscuros», que sólo buscan tumbar, del modo que sea, el legítimo Gobierno. En tal ambiente, el decaído estado de ánimo del ciudadano no encuentra en las instituciones alivio ni empatía. A nadie deberá sorprender, por tanto, que la creciente y constatable tendencia de la ciudadanía al desentendimiento conduzca a una inhibición tal respecto de sus compromisos cívicos, que aquellas -las instituciones, digo- le resulten del todo prescindibles. ¡El coco que viene se llama futuro!