ABC 27/08/15
LUIS VENTOSO
· Huérfano de ideas, el PSOE vuelve a sus clásicos
ME temo que la descripción más certera de la relación de los españoles actuales con Franco la proporcionó Nuno Silva, aquel ignoto futbolista portugués que se presentó ante la hinchada del Jaén ataviado con una camiseta estampada con el rostro del dictador. En su inmensa berza, el veinteañero Silva tomó a Franco, a quien no conocía, por alguna suerte de icono pop a lo Warhol y se enfundó el niki tan pancho, ajeno al jaleo que podía armar.
Nuno hizo gala de una incultura tamaño futbolista, pero lo suyo no es tan raro: Franco murió hace 40 años y han pasado 76 desde el final de la Guerra Civil. Mi único abuelo que se vio forzado a combatir en el 36 falleció hace ya un par de décadas. Era un marinero sin letras, que veía aquello como una vivencia triste y desgraciada, de la que no le gustaba hablar. Algo así como si el tren de la historia hubiese atropellado su biografía. Cuando yo era niño, alguna vez el abuelo les decía a mis padres con apremio: «Luisiño quiere pulpo». Frase mendaz, con la que me tomaba de pretexto y rehén para entregarse a su pantagruélica gula cefalopodera. Me cogía de su mano tipo guante de béisbol y me llevaba a comer «pulpo a feira» por casetas portuarias frente al mar de fiordo que ilumina Vigo. En alguna de aquellas incursiones le pregunté por su paso por la guerra, que mi imaginación infantil barruntaba heroico. Siempre despejaba raudo y con la misma frase piadosa: «Me la pasé toda pelando patatas».
Para la mayoría de los integrantes de la generación del «baby boom», la más nutrida y la que hoy manda, nuestro recuerdo más llamativo asociado a Franco es que la mañana en que murió el bus del cole dio la vuelta y nos vimos con la inesperada y especular propina de una semana de vacaciones. Los chavales que este año entrarán en la universidad han nacido 22 años después de su muerte y su visión es todavía más fría: es algo que estudiaron en el colegio, ajeno a su agenda de preocupaciones, que pasa mayormente por no engrosar nuestras vergonzosas tasas de paro juvenil. Hace mucho tiempo, tal vez incluso años, que Franco o la Guerra Civil no surgen como gran tema de conversación en una de mis comidas amicales o familiares. No está en el debate cotidiano. Ni siquiera se escuchan chistes sobre él (y algunos constituían la disección más sagaz de una época). Ese olvido social atiende a un enorme éxito: el brillantísimo ejercicio de concordia que fue el pacto de la Transición, del que cualquier país sin el germen del auto odio alardearía con legítimo orgullo. Franco y la Guerra deben quedar hoy para el balance erudito y ecuánime de los historiadores (en España, por cierto cada vez mejores, incluso con más amenidad y mejor prosa).