PEDRO CHACÓN-El Correo

  • Hace quinientos años, Pedro López de Ayala y Sarmiento protagonizó su ‘Villalar’ unos días antes de que Padilla, Bravo y Maldonado pasaran a la historia

Este año se cumple el quincentenario de la Batalla de Miñano Mayor, también conocida como del puente de Durana, cerca de Vitoria-Gasteiz. Allí fue donde, hace medio milenio, Pedro López de Ayala y Sarmiento perdió todas las posibilidades -que fueron muchas- de haber influido en nuestra historia política de un modo decisivo.

Fue tataranieto de Pedro López de Ayala y Álvarez de Ceballos, más conocido como Canciller Ayala y con el que conviene no confundirlo, ya que representan las antípodas dentro de su linaje. Mientras que el primero en el tiempo fue una de las personalidades más descollantes de nuestra historia, pero al que muchos de nuestros conciudadanos, por esa ignorancia tan lamentable de lo más básico de nuestro propio pasado -en la que la ideología vasca actualmente dominante tiene, por supuesto, mucho que ver-, identifican únicamente con un hotel céntrico de la capital alavesa; el otro, el comunero, no le llegaba a su ancestro ni a la suela de los zapatos pero tuvo la suerte histórica de protagonizar lo que se puede denominar el ‘Villalar vasco’, esto es, la derrota de la opción comunera que él protagonizaba en tierra vasca, a manos de las tropas realistas, unos días antes de que en la conocida localidad vallisoletana los Padilla, Bravo y Maldonado pasaran a la historia.

La cuestión es por qué, mientras que en Villalar nació un mito de lucha heroica por las libertades castellanas, Miñano Mayor, en cambio, ha quedado sepultado para siempre. Todas las razones que lo explican son de un calado manifiesto para entender nuestra historia. La primera de todas porque los vascos disfrutaban ya para entonces de una situación privilegiada en el seno de la monarquía española. Y Pedro López de Ayala, el comunero, no venía más que a enredar, como lo había hecho siempre. Era conde de Salvatierra y señor de Ayala, Llodio, Arceniega, Arrastaria, Urcabustaiz, Cuartango, Orozco, Valdegobia, Morillas y Orduña. Las Comunidades de Castilla lo habían nombrado capitán general de todo el norte del reino, que comprendía las tres provincias vascas, La Rioja y el norte de Burgos hasta el mar. Pero para entonces ya se había peleado con todo el mundo, empezando por sus propios vasallos de Salvatierra y siguiendo por el condestable de Castilla, el conde de Oñate y el diputado general de Álava, Diego Martinez de Álava. Su segunda esposa, Margarita de Saluces, se separó de él y pleiteó para que atendiera a las necesidades económicas de sus hijos, lo que le fue reconocido en una sentencia y convirtió su caso en antecedente histórico: es el origen de la leyenda de ‘la malquerida’, que en Vitoria-Gasteiz se conoce bien.

Pero lo decisivo es que este comunero postergado tiene las claves para una comprensión global de la historia del pensamiento político vasco. En efecto, el cambio revolucionario que significó el tránsito del Antiguo Régimen al constitucionalismo en España, entre finales del siglo XVIII y el primer tercio del XIX, fue protagonizado por unos liberales que, en el Cádiz acosado por el invasor francés, adoptaron como mito central de su ideología la revuelta de los Comuneros de Castilla de principios del siglo XVI, que para ellos significaba la reivindicación de las libertades castellanas, simbolizadas por las Cortes y los fueros municipales, frente al absolutismo monárquico de la dinastía austriaca. Del mismo modo, en el País Vasco fueron los liberales quienes apostaron por los fueros propios como fórmula constitucionalista autóctona.

Todavía no se ha hecho un estudio integrador de la evolución del liberalismo español junto con el liberalismo vasco en el ámbito de la mitología política. Los especialistas dicen que los liberales fueristas vascos eran un trasunto de los liberales moderados españoles. Pero cómo entender que en España fueran no los moderados sino los progresistas quienes protagonizaran el rescate de la antigüedad medieval para reivindicar las Cortes y los fueros municipales y ese hecho capital no se haya trasladado al estudio del primer liberalismo vasco, empleado entonces a fondo en rescatar los fueros como constitución vasca. Nos hemos quedado solo en buscar antecedentes en la historiografía fuerista, en Fontecha o en Larramendi, mientras que el olvido del comunero Pedro López de Ayala nos privaba de una pista fundamental de nuestra historia política.

Y, por último, a ver si aprovechamos de la misma para desterrar de una vez el mito del carlismo fuerista. Los carlistas lo que hicieron fue combatir el Estado liberal que se estaba construyendo y que incluía la recuperación foral, y lo único que consiguieron, con sus revueltas militares, fue que el grueso de los liberales españoles cargara contra los fueros vascos y los aboliera, dando pie a un victimismo del que todavía estamos pagando las consecuencias.