Es proverbial la fama de ladinos de los venecianos, así como su perspicacia para los negocios. Saben apretar hasta el límite sin poner en riesgo lo que les conviene, pues «el mercader que su trato no entiende, cierre la tienda». Pocas anécdotas tan ilustrativas como la del condotiero Bartolomé Colleoni. Legó su fortuna a Venecia a cambio de que la Serenísima le erigiera una estatua «en la plaza que se abre ante San Marcos». Remisa a cualquier atisbo de culto a la personalidad –el Dux sólo aparecía de hinojos en la moneda–, la autoridad ducal consintió por la bancarrota del Estado.
Con sagacidad y astucia, la República se las ingenió para, sin quebrantar la palabra dada, no hipotecar ni particularizar la Gran Piazza en la que se enseñorea la basílica patriarcal de esta potencia hegemónica hasta que Constantinopla cayó a manos musulmanas en 1453. Duchos en protocolos, no se tentaron la ropa y encargaron la escultura que, ateniéndose a lo escriturado, alzaron «en la plaza que se abre ante San Marcos». Claro que no delante del dorado templo que fue antigua capilla del Dux, como presumía el condotiero, sino de la escuela de igual nombre. Allí, en el campo de San Zanipolo, figura la única escultura exterior que existió hasta 1866 en la prodigiosa ciudad de los canales. «Noi siamo calculatori» («Somos calculadores»), admiten sin rebozo unos venecianos con el espíritu mercantil de siempre.
Mutatis mutandis, todo advierte que al presidente del PP, Pablo Casado, puede acaecerle lo que al soldado de ventura Colleoni tras entregar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) a la mayoría que auspició la moción de censura contra Rajoy a cambio de designar a su presidente, Manuel Marchena, quien estaba llamado a presidir el juicio a los golpistas del 1-O en Cataluña. Con la ocasión pintiparada para marcar perfil propio, un confiado Casado ha cargado de plomo sus alas. Sin lastres ni hipotecas, podía poner rumbo al encuentro con unos electores huérfanos de partido tras la errática etapa de Mariano Rajoy. Al hacer de la política un ejercicio de supervivencia y renunciar a plantear batalla ideológica alguna, el ex presidente dejó el camino expedito al populismo de izquierdas y al independentismo rampante.
En vez de desempolvar con energía la bandera de la despolitización de la Justicia, Casado ha caído de hoz y coz en la trampa de un cambalache judicial que le hace desandar lo poco andado y le devuelve al pasado. A nadie se le ocurre poner a negociar a un ex ministro como Catalá que personifica la nefasta gestión de Rajoy en materia tan principal a raíz de que Ruiz-Gallardón traicionara su palabra y matara simbólicamente a su padre. Desde Alianza Popular, su progenitor libró una dura batalla contra la reforma judicial del PSOE que decretó la muerte de Montesquieu en 1985.
Si fue un error la elección de Catalá –como también lo ha sido hacer a Ignacio Cosidó portavoz del Senado, habiendo sido un alto cargo de Interior comprometido por las cloacas policiales–, no lo ha sido menos admitir como interlocutora a una ministra de Justicia, Dolores Delgado, a la que el propio PP había reprobado. Justamente, por lo demás, tras destaparse las escuchas telefónicas sobre sus connivencias y complacencias con la mafia policial hasta la ignominia de aplaudir la red de «información vaginal» de su cabecilla, el ex comisario Villarejo –«Éxito garantizado», exclamó feliz–, para chantajear a políticos y empresarios, amén de suministrarle confidencias delictivas a un acreditado extorsionador. Dos políticos reprobables sólo podían alumbrar un CGPJ reprobable.
Por no renunciar a las comodidades que hicieron un PP peor, Casado ha sorprendido a propios y a extraños dando este paso en falso que allana su entendimiento con quienes pueden tragárselo sin decir siquiera esta boca es mía. Súmese a ello su transigencia con la elección del juez Ricardo de Prada, artífice de la componenda político-judicial que defenestró a un inadvertido Rajoy al cuestionar su testimonio como testigo en una pieza del caso Gürtel. ¿Alguien imagina que el PSOE hubiera condescendido con que el PP hubiera postulado a instructores de causas socialistas de financiación ilegal como Filesa o de corrupción institucionalizada como los ERE, cuando al primero, Marino Barbero, le costó la vida, y a la segunda, la juez Alaya, la salud? Obviamente, el PSOE se hubiera plantado. En cambio, ante la indignación de los suyos, el PP se consuela diciendo que De Prada ya no dictará sentencias, cuando le ha facultado para acceder a la cabina de mando de la Justicia. Con nulo sentido de la oportunidad, esta calamitosa maniobra merece engrosar el Manual del perfecto idiota latinoamericano… y español, de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa.
Pero es que, además, hay que estar muy ciegos o tener un acceso de ceguera voluntaria para pretender que Marchena, con etiqueta de conservador como su amigo Marlaska antes de hacerse socialista con Sánchez, va a pastorear una mayoría en la órbita de la conjunción de socialistas, podemitas e independentistas que cuajó el estoconazo a Rajoy y que maquinará para arruinar el proceso al 1-O instruido por el juez Llarena. Arrastrando lastimosamente los pies, el presidente Sánchez ya no habla de delito de rebelión, cuando antes era algo claro para el ciudadano Sánchez, mientras que el tornadizo Miquel Iceta, adelantado del deslizamiento socialista, se enmienda a sí mismo y ya no ve siquiera delito de sedición, cuando antes dudaba entre lo primero y lo segundo.
Dado que los golpistas, singularmente el ayatolá Junqueras, no están dispuestos a solicitar el indulto que el secretario general del PSC les anticipó sin esperar a la sentencia, Iceta debe andar presto a devaluar el proceso a un mero juicio de faltas. Atendiendo a su condición de heraldo, el Gobierno le secundaría para preservar los intereses creados concertados para derrocar a Rajoy. A este fin, Iceta ha colado de rondón como vocal del CGPJ a la magistrada de lo social en Barcelona, Mar Sena, consejera de Trabajo en el tripartito catalán (PSC, ERC e ICV) que presidió Montilla entre 2006 y 2010.
Por mucha capacidad y disposición que pudiera tener Marchena, liberado del juicio del 1-O, su papel no podrá ir más allá de ejercer de reina madre en un CGPJ que ha perdido el carácter presidencial que propició Lesmes en la reforma del 2013 para que no fuera una especie de Parlamento Judicial con disciplina de voto incluida. Habrá que ver si el órgano de gobierno de los jueces no se convierte en un campo de Agramante donde los gladiadores de la política prolongan el combate que sostienen a brazo partido en el Parlamento. Demasiado para un Marchena con un CGPJ dominado por la izquierda que deberá renovar dos terceras partes de los puestos claves de los tribunales.
Así las cosas, y por encima de la rectitud de sus principios y de su conducta, se cierne la sospecha de que los jueces viven sometidos a la tentación de saber que «la flexibilidad –como se decía en la exposición de motivos de un célebre real decreto del año 1893– en el cumplimiento de su deber puede servirle de propio mérito para conseguir adelantos en la carrera (…) convirtiéndose de protector del desvalido en protegido del influyente personaje», en este caso el político de turno.
Si los supuestos excesos del corporativismo judicial fue la excusa para la politización de la Justicia por el PSOE en 1985, trastocando el espíritu de la Carta Magna con un anuente Tribunal Constitucional, al disponer la elección del CGPJ «entre jueces», pero no por jueces, ahora se dispone la toma de la Justicia la izquierda y sus arrimados del independentismo.
El PSOE argüía –y así se registraba en su Programa 2.000– que, pese a haber obtenido mayoría absoluta en 1982, la derecha conservaba la preeminencia judicial, tanto por la composición sociológica de la magistratura como por el sistema de elección del Consejo General, siendo instrumentalizados jueces y magistrados «como punta de lanza contra el Gobierno y contra la mayoría parlamentaria socialista». Sometida la Justicia al imperio de la política, Felipe González podía inquirir, en caso de apuro, a su amigo y presidente de la Audiencia Nacional, Clemente Auger: «¿Es que a estos jueces nadie les va a decir lo que tienen que hacer?», pregunta al aire que captaron las cámaras de Telecinco. Como si no hubiera tres poderes independientes en democracia, evocaba aquello que dijo Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes franquistas, cuando discernía sobrelas características de aquella democracia orgánica: «En el Régimen hay tres funciones y un solo poder: el de Franco».
Cada vez se agrava más la enfermedad y se pervierte la Justicia. Si hace 10 años, por estas fechas, Zapatero comunicaba quién iba a presidir (Carlos Dívar) el órgano encargado de defender la independencia de los jueces antes de que se constituyera, otro tanto ha acaecido ahora con la proclamación de Marchena sin llegar a completarse el cuerpo electoral. Con ese clima de opinión, inevitablemente, la decisión de esos consejeros togados y sus nombramientos son examinados a la luz del partido que le dispensó su voto, sembrando la sospecha y moviendo a la desconfianza. Tal es así que los ciudadanos llegan a pensar que incluso los firmantes de las sentencias son terminales de unos partidos que han invadido el tercero de los poderes del Estado. Un diputado socialista francés –André Laignel– concluyó al respecto: «Usted se equivoca jurídicamente porque su partido es políticamente minoritario».
No obstante lo cual, hay que valorar la integridad de muchos jueces que se enfrentan a una asfixiante partitocracia que pretende ocupar todos los resortes del poder. En representación de ellos, es digno de encomio un juez Llarena especialmente maltratado por dos ministros compañeros de carrera, como la fiscal Delgado y el juez Marlaska, desentendidos de la persecución que sufre por parte de los independentistas. Entronca con el Caballero sin espada, de la película de Capra. Además de defender apasionadamente la democracia, Llarena pone en evidencia a quienes la acosan, sabedor en su soledad de que «las causas perdidas son las únicas por las que merece la pena luchar».
Frente a ese estado de cosas, se ha hecho costumbre que el PP, en vez de ponerle remedio, se limite a consolidar los cambios de la izquierda. A diferencia de ésta, olvida el viejo principio de Gramsci de que un triunfo político siempre viene precedido de una victoria ideológica. Por eso, su yerro es suponer que todo se arregla gobernando mejor que la izquierda, pero haciendo sustancialmente lo mismo. Si Casado admite que el PP puede recuperarse sin remover los cimientos de la cultura dominante, en el pecado, llevará la penitencia.
De momento, dejándose jirones de crédito en este apaño judicial, el líder del PP, que se está batiendo el cobre como ninguno en la campaña electoral andaluza, debe olvidarse de disponer de una simbólica escultura delante de la sede del Poder Judicial, al igual que el arrojado condotiero que legó su patrimonio a Venecia para disponer de estatua «en la plaza que se abre ante San Marcos». Todo por volver a las andadas sin haber salido de ellas.