- Para ejercer la soberanía sobre un territorio no hay que pedir permiso, hay que hacerla visible. Ceutíes y melillenses lo hacen a diario
Por mucho que los Gobiernos de ambas orillas del estrecho pregonen concordia, entendimiento e incluso hermandad, lo cierto es que ninguna de esas tres cosas ha existido jamás. La relación entre España y Marruecos es la de un conflicto permanente. A pesar de su cercanía geográfica, entre ambos países se abre un abismo cultural y económico. El PIB español, similar al de Australia o Corea del Sur, es diez veces mayor que el de Marruecos, un país extenso, pero con una economía que es la mitad que la portuguesa. En pocos lugares del mundo hay un salto de renta per capita tan brutal como entre la frontera terrestre de Marruecos con Ceuta y Melilla.
Eso en la parte económica. En la cultural la distancia es aún mayor. Marroquíes y españoles hablamos idiomas muy diferentes, ellos una variedad del árabe y diversos dialectos bereberes y nosotros un conjunto de lenguas romances derivadas del latín. La religión predominante en Marruecos es el islam sunní, en España el cristianismo católico. El factor religioso impregna toda la cultura marroquí, algo similar a lo que sucede en España con el catolicismo, con la diferencia de el nuestro es un país muy secularizado.
Los sistemas políticos también difieren sustancialmente a pesar de que, a la cabeza de ambos, se encuentra un monarca. Marruecos no es propiamente una dictadura, pero tampoco una democracia. Es un régimen híbrido que toma elementos de las dos. En el Democracy Index de 2019 Marruecos figura en el puesto 96 entre Tanzania y Benin. España en el puesto 16 empatada con Austria.
Ignorar África
Son, como vemos, dos países muy cercanos en el espacio, pero alejados en todo lo demás. La proximidad geográfica les obliga a entenderse, más aún cuando de por medio hay un desencuentro centenario y muchas heridas, algunas sólo a medio cicatrizar. Para España, Marruecos es esencialmente un incordio, uno de esos vecinos incómodos a los que hay que aguantar. La política exterior española siempre ignoró al continente africano a pesar de tenerlo debajo. Esto es así desde siempre o, al menos, desde que en el siglo XVI se sustituyó la empresa africana por la americana. Tras la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898 los gobiernos españoles trataron de reenfocarse en África, pero sin demasiada fortuna. El protectorado del Rif y las colonias del Sahara y el Sidi Ifni no trajeron más que guerras, gastos y dolores de cabeza.
Para Marruecos, España es simplemente un estorbo que se interpone entre las ambiciones de los sucesivos sultanes y su objetivo último de convertirse en la gran potencia del África noroccidental. Los roces entre ambos países son una constante desde que en 1956 el sultanato accediese a la independencia plena tras un acuerdo con Francia y España, que mantenían sendos protectorados en el territorio. Desde entonces lo normal ha sido el enfrentamiento y no la concordia. Hubo problemas en el Ifni, en el territorio de Cabo Juby, en el Sahara y hasta en el diminuto islote de Perejil, ubicado en el estrecho a corta distancia de Ceuta.
Marruecos ambiciona de manera explícita dos ciudades españolas y, de un modo mucho más discreto, el archipiélago canario, cuya vinculación histórica y cultural con Marruecos es nula
Con ningún otro país España ha tenido tantas desavenencias como con Marruecos en el último siglo. La táctica de los Gobiernos españoles ha sido la de ceder y apaciguar, algo que podría tener sentido si las demandas marroquíes se hubiesen agotado en la reclamación del Sahara. Pero no es así. Marruecos ambiciona de manera explícita dos ciudades españolas y, de un modo mucho más discreto, el archipiélago canario, cuya vinculación histórica y cultural con Marruecos es nula. Simplemente se da la circunstancia de que la costa oriental de Fuerteventura se encuentra a cien kilómetros de la de Marruecos. Para muchos en Rabat eso es motivo más que sobrado para sustentar una reclamación que no tiene ni pies ni cabeza, pero que encaja con lo que se ha dado en llamar Gran Marruecos, algo que les ha ocasionado numerosos enfrentamientos con Argelia que se sustanciaron en la guerra de las arenas del 62 y en el posterior cierre de la frontera.
Marruecos no oculta a nadie su plan y cuida muy mucho sus alianzas internacionales. Francia y Estados Unidos son sus protectores. Para los primeros Marruecos es el premio de consolación frente a una Argelia que se volvió contra la metrópoli tras la independencia. Para los segundos se trata de un peón muy útil en una región conflictiva.
Ceuta y Melilla
No hay nada personal contra España, sólo son negocios. Y eso mismo, negocios, es lo que no se le ha dado bien a ningún Gobierno español en lo relativo a Marruecos. Ciudades como Ceuta y Melilla, no digamos ya las Canarias, no deberían ser objeto ni de debate. Su españolidad se justifica conociendo la historia de ambos enclaves y por la voluntad manifiesta de sus habitantes. No son un territorio en disputa tal y como la diplomacia marroquí hace ver en los foros internacionales cada vez que tiene oportunidad. Tampoco son una colonia y nunca lo fueron.
En el caso de Ceuta, la soberanía española data de 1580. Antes de eso la ciudad fue portuguesa durante casi dos siglos. Melilla, por su parte, fue fundada por un hidalgo castellano, Pedro de Estopiñán, en 1497. Ambas ciudades siempre formaron parte integral de España. Primero como concejos castellanos, luego como municipios y finalmente como ciudades autónomas. Entre las dos envían a Madrid cuatro senadores y un par de diputados. Simplemente no hay diferencias entre Ceuta o Melilla y cualquier otra ciudad de España. Que un país extranjero reclame su soberanía es como si reclamase la de Cartagena, La Coruña o el puerto de Pasajes.
Algo tan elemental debería hacerlo ver el Gobierno para contrarrestar la insistente propaganda marroquí que, de un par de años a esta parte, se ha transformado en hostigamiento abierto en la frontera modulando a placer la válvula migratoria y prohibiendo el tráfico de mercancías por los pasos fronterizos con intención de estrangular económicamente a ambas ciudades.
Quizá sea el momento idóneo para plantearse no la soberanía de ambas plazas, pero si los problemas que arrastran desde hace demasiado tiempo sin que en Madrid nadie se atreva a intervenir por miedo a incomodar al sultán. Para ejercer la soberanía sobre un territorio no hay que pedir permiso, hay que hacerla visible. Ceutíes y melillenses lo hacen a diario sin que nadie en Moncloa quiera darse por enterado.