Una de las situaciones institucionales más escandalosas de nuestro sistema político es la del Tribunal Constitucional. Su pésimo funcionamiento está difuminando la enorme relevancia institucional de su labor. El próximo día 9 de mayo concluirá la prórroga parlamentaria del estado de alarma sin que el TC se haya pronunciado sobre su constitucionalidad, puesta en cuestión por un recurso admitido en su momento. Tampoco lo ha hecho sobre el anterior. ¿Es tolerable? En absoluto. El asunto es crucial cuando el régimen de libertades está en juego. No habría asunto más importante que un pronunciamiento al respecto, especialmente cuando el Gobierno ha “innovado” el sentido de la ley de 1981 que regula estos periodos de emergencia.
Era el momento histórico que el TC ha desaprovechado, fuera cual fuera el sentido de su fallo. Tenemos derecho a saber –y de saberlo ahora– si el Ejecutivo ha actuado de manera procedente o no. ¿De qué valdrá conocer su criterio cuando haya decaído el vigente decreto gubernamental prorrogado sin control parlamentario durante seis meses, igual que el anterior estado de alarma cuya impugnación tampoco ha sido resuelta? ¿De qué vale que el artículo 34.2 de la ley orgánica del TC imponga un plazo máximo de dos meses para resolver los recursos de inconstitucionalidad, sistemáticamente incumplido?
¿Cómo es posible que el TC lleve más de 10 años debatiendo –o metiendo en el cajón el recurso– sobre la constitucionalidad del aborto?
Magistrados del órgano de garantías constitucionales, solventes y con el apoyo de letrados, tienen la obligación de resolver en tiempo y forma y no a toro pasado. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que el TC lleve más de diez años debatiendo –o metiendo en el cajón el recurso– sobre la constitucionalidad de la ley del aborto? ¿Tiene sentido que la prisión permanente revisable, también impugnada, no haya pasado el examen de su constitucionalidad después de más de cinco años de haber sido impugnada? Es impresentable que el TC haya tardado un lustro en contrastar la constitucionalidad de la Ley de Seguridad Ciudadana o que tardase hasta cuatro años en examinar la adecuación del Estatuto catalán a la Carta Magna, con las graves consecuencias que tuvo aquella demora (2006-2010) al rectificar nada menos que un referéndum popular.
Los retrasos incomprensibles del Constitucional son extraordinariamente dañinos para el funcionamiento de nuestro sistema político y permiten establecer vacíos temporales dilatados durante los cuales pueden regir –y así sucede– normas legales abiertamente inconstitucionales. Los políticos –acaba de destacarlo a propósito de la nueva Ley de Educación el catedrático Julio Banacloche– juegan con los tiempos muertos, indefinidos, incalculables, habitualmente larguísimos, del TC para hacer de su capa un sayo e imponer normas inconstitucionales a sabiendas de que tendrán un largo recorrido de vigencia hasta que el Constitucional las anule.¿Cuáles son las razones de esta ya consolidada costumbre de que el TC difiera ‘ad calendas graecas’ sus resoluciones sobre asuntos de extrema importancia? La falta de liderazgo en el propio Tribunal y la mirada ideologizada, a veces más que técnica, sobre los asuntos que debe resolver, lo que provoca una inquietante procrastinación en los magistrados. Y así, la dilación del órgano de garantías constitucionales comienza a hacer daño a la integridad del sistema institucional.
El Constitucional se está yendo al garete, se está malogrando, afectado también por el bloqueo político a la renovación de cuatro de sus doce magistrados, todo ello ante la impasibilidad de sus propios miembros y de las instancias institucionales y sociales que deben advertirlo.
No solo eso: el PNV, con la aquiescencia del Gobierno, pretende desposeerlo de las facultades de ejecución de sus resoluciones, que se le atribuyeron adicionalmente en 2015. Entonces, cuando ya asomaba la envergadura insurreccional del proceso soberanista, se atribuyó a TC, entre otras, la facultad de “acordar la suspensión en sus funciones de las autoridades o empleados públicos de la Administración responsable del incumplimiento” de sus resoluciones. Los nacionalistas vascos no solo pretenden que se derogue esta potestad sino también que los recursos de inconstitucionalidad contra los proyectos de reforma o reformulación completa de los Estatutos de Autonomía no tengan carácter suspensivo y entren en vigor de modo inmediato. Ya vimos lo que sucedió con el catalán.
El TC actúa como aquellos que pisan huevos sin pretender romperlos
A la debilidad interna que manifiesta el funcionamiento del TC –mediatizado por criterios políticos y paralizado por una especie de empate permanente entre unos y otros– se añade el propósito perfectamente confesado de reducir sus funciones en la defensa de la propia integridad constitucional mediante la supresión de facultades que garanticen el cumplimiento de sus decisiones.
Con una situación como la de Cataluña, ir por ese camino es desbrozarlo para que lo recorran más cómodamente los separatistas, que además están poniendo en un brete a magistrados con recusaciones absurdas como la que pretende apartar a Cándido Conde Pumpido del conocimiento de los recursos de amparo contra la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a doce líderes políticos y sociales por sedición y desobediencia en Cataluña.
El TC actúa como aquellos que pisan huevos sin pretender romperlos. Se une así el órgano de garantías constitucionales a la dinámica de deterioro del sistema institucional y su debilidad anima a determinadas fuerzas a hostigarlo mediante recusaciones insolventes y a través de propuestas para restarle capacidad ejecutiva a sus resoluciones.
Este es un tema de la mayor importancia relegado por no siempre confesables conveniencias de unos y de otros
El propósito debería ser el contrario: preservar sus facultades; obligarlo a resolver en los plazos razonables y perentorios que establece su propia ley (artículo 34.2); y, en coherencia con la rapidez de sus decisiones, dotar a los recursos de inconstitucionalidad de efectos suspensivos, con excepciones contadísimas, que no permitan la impunidad frente a la letra y el espíritu de la Constitución que hoy señorea en el Gobierno central, en ocasiones también en el Congreso y frecuentemente en los parlamentos autonómicos. Este es un tema de la mayor importancia relegado por no siempre confesables conveniencias de unos y de otros.