Ignacio Varela-El Confidencial
- Como le sucede al estudiante ansioso por mostrar sus conocimientos, el afán de Casado de colocar los mensajes en cada fragmento produce algo más próximo al ruido que a una comunicación efectiva
Dicen que Pablo Casado preparó su discurso de Valencia durante meses. Quién lo diría. En una primera escucha, lo que se recibe es una inundación verbal, un torrente en que el orador transita atropelladamente, sin apenas respirar, de la pandemia a Bildu, de la eutanasia y el aborto a la ley trans y de Cataluña a Venezuela.
Como le sucede al estudiante ansioso por mostrar de golpe todos sus conocimientos, el afán de Casado de colocar todos los mensajes en cada fragmento produce algo más próximo al ruido que a una comunicación efectiva (salvo que el objetivo de la comunicación sea precisamente el ruido, cosa que no debe descartarse). Lo de Valencia fue una versión extendida de las horrísonas sesiones de control de los miércoles, un toque de rebato a las esencias de un partido en restauración y un ‘váyase, señor Sánchez’ de una hora. Solo para adictos al torrefacto rancio.
En una segunda escucha (o en la lectura del texto) reaparecen los temas y tonos clásicos del PP de toda la vida cuando está en la oposición. Se toma cualquier pieza de Fraga frente a González en los ochenta, de Aznar contra el propio González en los noventa o de Rajoy contra Zapatero entre 2004 y 2010, se mezcla con dosis abundantes de ‘social-populismo-separatista-bildu-etarra’, se sazona con un surtido de reclamos autorreferenciales (quiénes somos, de dónde venimos y, ¡ay!, muy poco de adónde vamos), se agita todo y el producto está servido. Solo falta compartir una manifestación con la Conferencia Episcopal un sábado por la tarde para levantar vítores en el barrio de Salamanca… y en el edificio monclovita de Semillas Selectas.
A falta de contenidos sustantivos sobre las cuestiones de nuestro tiempo, Casado mejora cuando desinflama el tono y alguien le ordena el discurso. Por ejemplo, un entrevistador competente. Su entrevista con Carlos Franganillo en TVE no fue un prodigio de profundidad conceptual, pero, al menos, sirvió para aclarar las cuentas de Casado. Es decir, la fórmula política con la que el líder del PP se propone gobernar, siempre que se cumpla el presupuesto de partida de todo su plan: que el sanchismo se desplome en la segunda mitad de la legislatura y el consiguiente ‘horror vacui’ le sirva en bandeja la victoria electoral.
Casado quiere gobernar en solitario, eso está claro. Nada más lejos de su intención que hacer una coalición con Vox. Si es posible, ni siquiera un acuerdo de legislatura. Su modelo, lo ha dicho varias veces, es la fórmula de Rajoy en 2016. Cualquier cosa entre 130 y 140 escaños que le permita presentarse a una investidura con su propio programa y después subsistir con apoyos estables o variables, pero sin ataduras.
Le contó esto Pablo Casado a Franganillo: “Si sumamos más que la izquierda y los independentistas [se supone que se refiere a la suma del PP y Vox], formaré Gobierno y los apoyos a la investidura serán puntuales, de un lado o del otro”. Y añadió: “Lo de menos son las alianzas que haya que hacer, porque no habrá alternativa enfrente”. En el escenario soñado por Génova, Sánchez con sus actuales aliados no alcanzaría a formar mayoría y, una vez conquistado el poder, ninguna moción de censura sería viable.
Para que el PP supere los 130 escaños que harían verosímil el plan de Casado, tendría que estar por encima del 30% del voto
Se trataría, pues, de obtener un resultado que fuerce a Vox a apoyar la investidura a cambio de nada, de la misma forma que Ciudadanos tuvo que votar la de Rajoy en 2016. Y confiar después en que la derrota acabe con el sanchismo y lo que resulte de la crisis del PSOE abra algún resquicio para la geometría variable. Es mucho suponer, especialmente lo segundo.
Hasta aquí el cuento (de la lechera). Lo que no sale, al menos de momento, son las cuentas. Rajoy consiguió 137 escaños en 2016 porque la derecha superó en seis puntos a la izquierda, el PP se fue al 33% del voto, aglutinó el 71% del voto de la derecha y aventajó al PSOE en más de 10 puntos. Y aun así, necesitó una abstención agónica de los socialistas para salvar la investidura. Únicamente la primera de esas condiciones (la ventaja de la derecha sobre la izquierda) se cumple actualmente. Todas las demás pertenecen al optimismo de la voluntad.
Para que el PP supere holgadamente los 130 escaños que harían verosímil el plan de Casado, tendría que estar por encima del 30% del voto y abrir un hueco respecto al PSOE de al menos cinco puntos. Ese resultado no es compatible con un Vox que, hoy por hoy, está viendo más próximo el techo del 20% que el suelo del 15% (en 2016, para que Rajoy llegara al 33%, fue necesario que Rivera se quedara en el 13%).
Primera condición, pues: duplicar al menos el voto que logre Vox. Dos de Casado por cada uno de Abascal. Ningún indicador demoscópico actual muestra esa tendencia. Al revés, todo indica que Vox sigue ganando fuerza y que se beneficia de la pulsión antisanchista en la misma medida que el PP. Y no parece que asumir su agenda y mimetizar su discurso sea un camino efectivo para debilitarlo, más bien al contrario. Solo una lectura mecánica y rudimentaria del fenómeno Ayuso avala esa idea.
La segunda condición sería inducir una depresión del voto socialista por debajo del 25%. ¿Adónde deberían ir a parar esos votantes que perdiera el PSOE? Necesariamente, al PP. Casado tendría que hacer saltar la frontera y atraer a más de medio millón de votantes de Sánchez para que la alineación astral favoreciera su designio de gobernar en solitario sin depender necesariamente y para todo de la extrema derecha.
El problema es que esos votantes de centro izquierda supuestamente desenganchados del sanchismo necesitarían un recipiente mínimamente confortable para su papeleta; en otro caso, se quedarían en casa o volverían a votar al partido de Sánchez tapándose la nariz. Extinguido Ciudadanos, el único recipiente posible sería el PP. Pero discursos como el de Valencia resultan terminantemente disuasorios para ese público. No sirve de nada apelar a “los socialdemócratas responsables” si a continuación se les ofrece lo que para ellos es cianuro ideológico.
A falta de un Draghi para España y si no funcionan el cuento ni las cuentas de Casado, estaremos en la alternativa pavorosa entre un Gobierno de la derecha conservadora atado en corto por la extrema derecha populista o cuatro años más de Sánchez asociado (amigos para siempre) a la galaxia destituyente. En esa disyuntiva, que hoy parece la más probable, habrá que intentar hacerse alemán o, en su defecto, recordar que el voto en blanco es también un voto válido.