Guasa

Ignacio Camacho-ABC

  • Una sociedad desasosegada por quedarse sin whatsapp una tarde está inhabilitada para afrontar adversidades graves

Colapsó de golpe el universo Zuckerberg -WhatsApp, Instagram, Facebook-, víctima de un sabotaje ‘hacker’ o de un fallo técnico, y durante media jornada buena parte de la sociedad, y dentro de ella una generación entera desacostumbrada al silencio, sufrió una especie de crisis de ansiedad, un hormigueo de desasosiego en los dedos forzosamente quietos. Como ya nadie lee los sms volvieron a sonar los teléfonos, igual que en los días amargos del confinamiento. La conversación recuperó una calidez de voz humana, sin emoticonos ni abreviaturas ni ‘memes’ de por medio: simplemente personas comunicándose en directo. Y todo lo que podía esperar esperó, y no pasó apenas nada salvo que quedó al descubierto cuánto hay de superfluo en ese cotidiano coloquio cibernético, en el automatismo hueco que se ha ido apoderando sin que lo notemos de una porción irrecuperable de nuestra atención y de nuestro tiempo.

Comentaba con Albiac la lección de filosofía elemental latente en ese súbito vacío capaz de sumir en el desconcierto a una población desprovista del mínimo sentido del estoicismo necesario para encajar una leve alteración de sus rutinas, un superficial contratiempo repentino. Pero también queda una advertencia más profunda sobre el peligro de desarme moral, psicológico y técnico de un mundo construido alrededor de una convicción de blindaje ficticio. El lunes se ‘cayeron’ -o fueron atacadas- las redes sociales; mañana pueden ser las conexiones bancarias o los sistemas que guían las líneas de transporte y sostienen las infraestructuras básicas. Ha ocurrido de hecho, aunque en incidentes de pequeña o mediana escala a menudo ignorados por una opinión pública desavisada o renuente a aceptar el grado de incertidumbre que rige su existencia ordinaria. Y toda la política actual está orientada a disipar la conciencia de amenaza, a proporcionar a los ciudadanos una sensación de seguridad completa que constituye una enorme falacia. El día que fallen de verdad los soportes tecnológicos de la actividad contemporánea sí que va a haber ‘guasa’.

El pensamiento dominante nos inculca la percepción de una solidez colectiva invulnerable, a salvo de contingencias, azares, descalabros y hasta catástrofes. Y acomodados en ella nos hemos vuelto débiles ante la dificultad, ineficaces contra las adversidades genéricas o individuales, inermes no ya para afrontar problemas graves sino para gestionar percances tan nimios como quedarnos durante una tarde sin una simple aplicación de mensajes. El vértigo del desarrollo ha creado una mentalidad social de estímulo inmediato, con un umbral de resistencia muy bajo y un concepto de la vida como sucesión espasmódica de pulsaciones en un mando. Sólo que a veces el mando está averiado o no responde lo bastante rápido. Y entonces se echan en falta los valores olvidados en la alegre ausencia de un aprendizaje del fracaso.