Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli
- Cuando se gobierna contra el interés general rompiendo las reglas, como es el caso, el pacto social queda roto. ¿Qué alterativas quedan entonces?
España ha tenido una historia política tan desastrosa que hemos aceptado el respeto institucional y a la autoridad legal como condiciones sine qua non de la democracia, o, si la política le deja a uno indiferente, de la paz y tranquilidad personal. Pero esa buena disposición descarrila, como los trenes de Óscar Puente, cuando desciende a mansedumbre porque confunde el respeto con sumisión al abuso, la incompetencia y la corrupción. Y en ese punto estamos.
La peor clase gobernante desde 1978 ha explotado esta confusión para normalizar la colonización de las propias instituciones, puestas a su servicio personal y al de la corrupción más berlanguiana; las últimas resistencias institucionales auténticas son la mayoría de la judicatura, pues no podemos hablar de “poder judicial” si el CGPJ calla y consiente, y fuerzas de seguridad, donde también penetra la corrupción instilada con los premios de Marlaska a los mandos comprensivos.
Normalizar la anormalidad
El respeto institucional se acaba con la conversión de las instituciones en patio de Monipodio. Es natural que nos cueste admitirlo y que incluso nos neguemos a verlo del todo aferrándonos al “esto no me puede estar pasando a mí”. Un presidente del Gobierno no podría hacerse un cucurucho con la Constitución y llenarlo de botín para su familia, no podría organizar con descaro una trama de corrupción gigantesca de la que vamos viendo la punta del iceberg en el rescate de Air Europa. No, esas cosas pasan en Venezuela, Marruecos o Rusia, pero no pueden pasar en España. ¿No habíamos entrado de una vez en la Unión Europea, nuevo “detente bala” que nos protegería de los demonios familiares? Pero esas cosas que no deberían pasar, pasan.
Con todo, las resistencias sociales a dar crédito a lo que vemos son todavía grandes, especialmente en el establishment cómplice o pasmado. El último caso es la reacción contra la negativa de Isabel Díaz Ayuso a reunirse con Sánchez, y no por los ataques a su persona y familia dirigidos desde la factoría del fango socialista, sino por la importante razón de que Sánchez dirige la demolición sin precedentes del Estado de derecho y de las reglas de la democracia. Proceso que, naturalmente, perjudica a Madrid y a todas las comunidades autónomas (la fantasía de que una cosa es España, y otra las autonomías, se ha cultivado con esmero: es maravillosa para los enemigos del país y los patriotas de pacotilla).
La atascada en la disonancia entre denuncia y reacción. Ningún líder político ni social puede denunciar que asistimos a un golpe de Estado permanente, y responder pidiendo respetar la destrucción de las instituciones
Atacar esta decisión invocando el respeto institucional, como si se tratara de la corrida de la Beneficencia o la entrega del próximo Premio a cualquier vate del mester de progresía, es tanto como pretender que ese respeto está por encima de la mismísima Constitución, con lo que cae de respeto a servilismo. Nunca hay que normalizar la anormalidad, como bien ha dicho Ayuso y repetimos muchos miles a diario, y menos cuando es normalizar el delito.
La peor oposición posible, la que más ayuda a normalizar el delito, es la atascada en la disonancia entre denuncia y reacción. Ningún líder político ni social puede denunciar que asistimos a un golpe de Estado permanente, y responder pidiendo respetar la destrucción de las instituciones.
Perder la legitimidad de ejercicio
El poder democrático tiene dos fuentes de legitimación: origen y ejercicio. Pues bien, a pesar de los disparates izquierdistas sobre el poder ilimitado de sus cargos públicos, todo cargo público elegido que aproveche el poder para delinquir y demoler el sistema pierde la legitimidad de ejercicio. Sánchez la ha perdido hace tiempo. Y la pérdida de legitimidad cancela el pacto implícito entre sociedad y autoridades, pues cuando se gobierna contra el interés general rompiendo las reglas, como es el caso, el pacto social queda roto. ¿Qué vías quedan entonces para librarse del usurpador?
Ninguna Constitución es perfecta ni puede prever todas las eventualidades, particularmente la de un gobierno corrupto decidido a seguir en el poder como sea porque es su última defensa, atrincherándose en la protección que brindan los privilegios del aforamiento, del poder y sobre todo del abuso de poder. Sánchez no va a convocar elecciones generales; no va a dimitir si el Supremo eleva un suplicatorio al Congreso por el caso del “número 1” del rescate de Air Europa (la avanzadilla del enroque es su Fiscal General, García Ortiz, que rechaza dimitir pese al encausamiento); aunque Feijóo presentara una moción de censura, podría ganarla con el apoyo de sus socios (porque se votaría al candidato Feijóo, no a Sánchez).
En fin, no se irá hasta que una nueva mayoría absoluta salida de elecciones generales le expulse de la Moncloa. Es cierto que entre tanto avanzarán las actuaciones judiciales, pero las posibilidades de obstrucción y dilatación del proceso son muchas, pues el posible suplicatorio del Supremo debe ser aprobado por el Congreso. Para entonces, el destrozo será enorme y quizás irreparable. Por ejemplo, ¿nos imaginamos lo que sería recuperar la igualdad fiscal destrozada con el concierto económico para Cataluña?
El ejemplo pacifista de Henry David Thoreau, fundador de la desobediencia civil tras negarse a pagar una multa de Hacienda, impuesta porque rechazó pagar impuestos para financiar la invasión de México por los Estados Unidos
¿Qué vías quedan en una democracia de instituciones bloqueadas o ralentizadas, como es nuestro caso? La vía última es la rebelión.
Todos los pensadores políticos aceptables han admitido el derecho a rebelarse contra la tiranía, el peor régimen posible según el autorizado juicio de Platón. Algunos lo han elevado a deber, como hizo una de las mejores cabezas de la Escuela de Salamanca, Juan de Mariana (no hablaba de oídas, fue encarcelado por Felipe III por criticar la manipulación ilegal de la moneda). Evitando el espinoso caso del tiranicidio físico, tenemos el ejemplo pacifista de Henry David Thoreau, fundador de la desobediencia civil tras negarse a pagar una multa de Hacienda, impuesta porque rechazó pagar impuestos para financiar la invasión de México por los Estados Unidos (un amigo la pagó por él, pero el gesto hizo historia).
El ejemplo de Thoreau impresionó, entre muchos otros, a Mohandas Gandhi, que consiguió la independencia de la India del Raj británico con la revuelta de la no cooperación: huelgas, manifestaciones pacíficas, desobediencia razonada a la tiranía. Si algo hay son buenos argumentos y ejemplos de que una sociedad tiranizada no debe resignarse a la destrucción nacional ni a la servidumbre, sino recurrir a la legítima rebelión cívica cuando las vías institucionales de acción han quedado cegadas y roto el pacto social. ¿No deberíamos darle una vuelta antes de que sea demasiado tarde?