EDITORIAL-EL ESPAÑOL
 

Las crisis paralelas de Vox y Podemos, aun con sus diferencias, ofrecen una instructiva semblanza sobre el ocaso de la nueva política, que se ha acabado revelando como el viejo populismo de siempre.

Este sábado, Santiago Abascal ha sido reelegido presidente de Vox hasta 2028, sin oposición, en una Asamblea General adelantada por la situación de ofuscamiento y errancia que atraviesa el partido tras el revés del 23-J. Es muy reveladora la insistencia de Abascal en el mensaje de unidad, como una forma de cerrar filas en un momento de crítica sottovoce con el nuevo rumbo de la formación ultra.

Por eso ha insistido el presidente de Vox en negar que exista ni crisis interna ni divergencia entre corrientes, atribuyéndolas a «películas de ciencia ficción de los medios de comunicación».

No sólo en esta recrudecida hostilidad hacia la prensa pueden apreciarse los paralelismo entre los dos actores antiestablishment.

También son especulares los hiperliderazgos personalistas que mantienen mediante el caudillismo la ortodoxia en ambos partidos. La reestructuración del organigrama de Vox rubricada este sábado lo convierte en una formación aún más jerárquica, que recuerda a la bunkerización en torno al núcleo duro de Pablo Iglesias que fue achicando el espacio de los ultraizquierdistas.

El ascenso de la familia tradicionalista y antiliberal precipitó la salida de Iván Espinosa de los Monteros, que también se ha saldado con la relegación de Javier Ortega Smith y la exclusión del Comité Ejecutivo Nacional de Rocío Monasterio, quien, según confesaron fuentes de Vox a este periódico, muy probablemente siga pronto la estela de su marido, tras haberse quedado sola.

Se impone el recuerdo de las purgas que fueron socavando la dirigencia de Podemos, y que sólo ha culminado este miércoles con un éxodo emblemático: la salida de Juan Carlos Monedero (uno de los últimos irredentos fieles a la preservación de las esencias del Podemos original) de Canal Red, la emisora desde la que Iglesias custodia celosamente como líder oficioso las ruinas de la formación que crearon juntos.

Sólo una semana antes, Iglesias había expulsado a Sergio Gregori, quien como Monedero había cuestionado la falta de pluralidad de Canal Red, probando que el fanatismo intransigente de su director se ha disparado hasta el paroxismo.

El abandono del Congreso este viernes de la fontanera del partido, Lilith Verstrynge, es el último episodio de la profunda crisis electoral y económica que ya ha obligado al recorre del 70% de la plantilla de Podemos, muchos de cuyos integrantes han abandonado entre críticas o se han fugado a Sumar.

Cuando se cumplen diez años de la fundación de Podemos, en una curiosa historia cíclica que empezó con cinco diputados en las europeas de 2014 y puede acabar con cinco diputados en el Congreso, resulta insólito evocar los cinco millones de votos que llegó a cosechar Iglesias.

Es cierto que Vox no ha tenido aún su Vistalegre II, donde comenzó la deriva cainita de Podemos. A Abascal no le ha brotado un Íñigo Errejón (hoy portavoz de la bestia negra de Iglesias, Yolanda Díaz) que cuestione abiertamente su liderazgo.

Tampoco es equiparable la marginalidad parlamentaria y territorial de la formación de Ione Belarra con la presencia de Vox, que tiene 33 diputados en el Congreso, cogobierna cinco autonomías y se mantiene en una intención de voto por encima del 10%. Tampoco ha tenido, como Podemos con Sumar, una escisión de sus filas que dispute su espacio. Y su apoyo internacional es mucho más robusto que el de los morados.

Aún así, Vox se dejó más de medio millón de votos el 23-J y ha perdido en un año la mitad de militantes.

Abascal ha querido distanciarse en la Asamblea, con su habitual verbo camorrista, de Podemos y Ciudadanos, asegurando que «no somos ni un grupo de amigos naranjas ni una piara de comunistas, [no estamos en declive y] no vamos a desaparecer». Pero lo cierto es que igual que se hundió Ciudadanos, ahora cae Podemos, y terminará cayendo Vox. Si bien siempre habrá un nicho para la extrema derecha y la extrema izquierda.

Lo que está claro es que España será mejor cuanto menos peso tengan en nuestra política aquellos partidos excéntricos practicantes de una retórica incendiaria e imprecadora y del escrache como método político.

Por desgracia, aunque desaparezcan, al menos Podemos (y aquí se diferencia también de Vox, cuyas ideas radicales no han conseguido permear al PP), ya ha contaminado la vida pública española en la forma de un legado de encanallamiento entre bloques políticos irreconciliables.