IGNACIO CAMACHO-ABC

El traslado no era un imperativo legal, como pretende el Gobierno. Es un gesto discrecional de apaciguamiento

EN la política posmoderna no se gobierna tanto con los hechos como con el lenguaje, que es el que crea los conceptos dominantes, los ejes del debate. Por eso uno de los grandes asuntos de la actualidad es el de las noticias falsas y su correlato de las medias verdades, que son medias mentiras capaces de encubrir con apariencia verosímil el fondo falso de un mensaje. La media verdad es el instrumento del que se sirven los propagandistas para construir exitosos marcos mentales con los que eludir la auténtica realidad envolviéndola en un celofán de detalles. No son patrañas ni bulos, pero tampoco argumentos veraces; son farfolla dialéctica, subterfugios retóricos, trucos de camuflaje.

Una verdad defectuosa es, por ejemplo, que el Gobierno se haya limitado a aplicar la ley en el traslado de los presos independentistas catalanes. La trampa está en el término «aplicar», que sugiere un imperativo de cumplimiento irrenunciable: referido a una norma da a entender que no cabe sustraerse a ella, ni inhibirse, ni desviarse, pero esa connotación obligatoria no figura, sin embargo, entre las acepciones académicas del DRAE. En el caso de los líderes del procés, la ley la ha aplicado el juez Llarena al ordenar que esperen el juicio en la cárcel. Y una vez que el magistrado ha decidido que el arresto en Madrid ya no es necesario para sus diligencias procesales, corresponde al Ministerio del Interior disponer si los lleva a otra parte. Acercarlos a Cataluña es una opción personal de Sánchez; dentro de la ley, claro, sólo faltaría que cometiese actos ilegales, pero en uso discrecional de sus facultades. El cambio de prisión, hasta que no haya sentencia firme, es potestativo y tiene un sentido político innegable, aunque el Gobierno pretenda presentarlo como una rutina reglamentaria, un mero protocolo de trámite.

Lo hace porque lo puede hacer: es su voluntad y es conforme a derecho. Pero al presentarlo como un deber preceptivo, el Gabinete pretende hacer creer que no tenía otro remedio. Disimular el obvio contenido conciliador del gesto, fruto de una planificada estrategia de apaciguamiento. Esa simulación, ese sesgado pretexto, denota mala conciencia ante una opinión pública a la que la deferencia con los separatistas provoca patente desasosiego. El verbo “aplicar” es polisémico; también se usa para definir el empleo de un bálsamo, de un ungüento. Que es lo que intenta Sánchez: extender sobre la crispación nacionalista una capa de emoliente analgésico.

Allá él; con gente tan arriscada será difícil que sus gentilezas surtan efecto. Lo que no cuela es que pretenda pasar por mandato normativo una decisión de su exclusivo criterio. Ninguna verdad fragmentaria, ningún relato incompleto, alterará la evidencia de que los autores del golpe secesionista están en Cataluña porque el presidente, y no un juez del Supremo, ha puesto sobre el mapa su augusto dedo.