El déficit social de la Constitución

Los derechos económicos y sociales han acabado por desplegarse, así nos lo parece, menos como consecuencia de la lucha que como subproducto del desarrollo económico. De manera que parece ser el mercado, y no el Estado, el que los ha hecho posibles. Sin embargo, la libertad está amenazada por el despotismo, pero también por la miseria y la dependencia.

La Constitución de 1978 es un ejemplo destacado de constitucionalismo social, ya desde su artículo 1.1 por el que define a España como un Estado social y democrático de Derecho. En virtud de este planteamiento recoge todo el catálogo de derechos establecidos en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, tales como: protección social, económica y jurídica de la familia; distribución equitativa de la renta regional y personal; formación y readaptación profesionales; condiciones de trabajo adecuadas; protección de la salud; adecuada utilización del ocio; acceso a la cultura; etc. Estos y otros derechos se formulan en el Capítulo Tercero de la Constitución (titulado De los principios rectores de la política social y económica), con la excepción destacada del artículo 35.1, por el cual se afirma el derecho al trabajo en los siguientes términos: «Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo». Este artículo aparece recogido en el Capítulo Segundo (sobre Derechos y libertades).

Además del derecho al trabajo, clave de bóveda de todo el edificio de la ciudadanía moderna, entre los derechos sociales y económicos afirmados por la Constitución de 1978 destacan dos: a) El derecho a la vivienda, así formulado: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación». b) La garantía de asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad mediante un régimen público de Seguridad Social. Así pues, nada habría que echar en falta, al menos sobre el papel. Pero los derechos económicos y sociales presentan un evidente problema: su no exigibilidad. A pesar de que la Constitución sostiene que «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas», en la práctica sólo contempla la tutela judicial efectiva de aquellos derechos y libertades recogidos en su Capítulo Segundo, y esto con la excepción del derecho al trabajo. Por eso cuando un ciudadano se ve privado de alguno de los derechos civiles y políticos -voto, asociación, opinión- puede recurrir a los tribunales para reclamar la restitución de los mismos. No así cuando se ve privado de alguno de los derechos sociales y económicos básicos, tales como empleo o vivienda.

Esto es así porque en la tradición jurídica liberal se ha considerado que las normas que recogen este tipo de derechos son meramente programáticas de manera que, no siendo justiciables, no otorgan derechos subjetivos en el sentido tradicional del término. Además, nuestra experiencia histórica ha sido muy particular. Es la libertad negativa, los derechos civiles y políticos, aquella que ha sido objeto de las grandes agresiones totalitarias durante toda la primera mitad del siglo XX -nazismo, fascismo, franquismo, estalinismo- y, en el caso particular de Euskadi, la que sigue siendo amenazada por el terrorismo. Por el contrario, los derechos económicos y sociales, objeto de luchas enconadas a lo largo de todo el siglo XIX, han acabado por desplegarse, así nos lo parece, menos como consecuencia de la lucha que como subproducto del desarrollo económico. De manera que parece ser el mercado, y no el Estado, el que los ha hecho posibles. Sin embargo, como argumenta Balibar al desarrollar su idea de égaliberté, la libertad está amenazada por el despotismo, pero también por la miseria y la dependencia.

En su estudio La sociedad española tras 25 años de Constitución el Instituto Nacional de Estadística advierte que el volumen de contratos temporales ha aumentado un 146 por ciento en los últimos 16 años. Mariano Rajoy ha anunciado que, en caso de ser elegido presidente del Gobierno, flexibilizará aún más el mercado de trabajo. Pero a nadie parece preocuparle demasiado el vaciamiento social de la ciudadanía y, con ello, la consolidación de un régimen de libertad demediada.

Imanol Zubero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 9/12/2003