EL PAÍS 06/05/14
JAVIER CREMADES
· Al pueblo soberano no cabe reconocerlo en partes o fracciones, pues no es divisible
Ante el debate suscitado sobre la independencia de Cataluña y sus relevantes implicaciones jurídicas, me gustaría expresar mi preocupación por la postura adoptada por algunos líderes políticos que proclaman su intención de desvincularse unilateralmente del marco constitucional al margen del procedimiento previsto por nuestra Ley Fundamental para su reforma.
Quienes hemos estudiado el Derecho Constitucional sabemos bien que nuestra Constitución no es una ley más, sino que expresa la voluntad del poder constituyente de un pueblo, el español, en el que radica la soberanía y del que emanan todos los poderes del Estado. Como jurista y demócrata defiendo una España plural, en la que caben las adhesiones y también las discrepancias. Pero siempre desde el respeto a la Constitución, que establece un marco jurídico, que nos dimos en la Transición, y que proclama la igualdad de derechos entre todos los españoles.
Soy plenamente consciente de que el ordenamiento jurídico no es inmutable y por ello pienso que los legítimos deseos y aspiraciones sociales y políticas deben canalizarse, pero siempre con estricto respeto a las leyes y a los procedimientos en ellas previstos para su reforma, de manera que el diálogo y el acuerdo entre ciudadanos iguales ayude a mejorar nuestro ordenamiento jurídico, que es la mejor garantía de nuestra convivencia democrática.
Pero me preocuparía que esta cuestión se limitara a una cuestión formal sobre la reforma de la Constitución, o mejor, de la interpretación que se haga de la Constitución. Hay países de larga tradición democrática, como Gran Bretaña, que no tienen una Constitución escrita. Por eso, pienso que sería más adecuado relacionar la unidad de la Nación con la voluntad de todo el pueblo, que sustenta la soberanía y que, por serlo, forma su propio ordenamiento jurídico para canalizar a través del mismo aquella voluntad y, en definitiva, aquella soberanía. Eso es democracia. Un pueblo sin ordenamiento jurídico no será nunca un Estado de derecho y, si no lo tiene, o no lo respeta, no será un pueblo demócrata y civilizado sino una anarquía, un caos o una sociedad dirigida de espaldas a la libre voluntad de sus miembros. Por eso, decir lo contrario será hacer demagogia: una falsa e interesada valoración de la realidad. En consecuencia, los conceptos de voluntad del pueblo, democracia y Estado de derecho son inseparables. De esta manera, si la voluntad de todo el pueblo español ha creado en España, como así ha sido, un orden jurídico cuya cúspide viene coronada por la Constitución, solo ese pueblo, en su conjunto y con sus valores y voluntades, es quien puede cambiar el orden jurídico establecido. “Parte del pueblo no es el pueblo” y, por consiguiente, si una parte quiere separarse del resto realizando un acto de secesión, quebranta el ordenamiento jurídico establecido por todos y con ello vulnera la soberanía, el Estado de derecho y la democracia. Y ya hemos visto lo que suele ocurrir en esos casos.
Quiero dejar claro que no es mi intención expresar aquí ninguna postura política sobre el presente y el futuro de Cataluña, pero, desde mi responsabilidad como jurista, no puedo menos que advertir que toda vía que implique la vulneración del ordenamiento jurídico supone un ataque a la democracia, porque la democracia no es solo el gobierno del pueblo, sino la garantía de la primacía de la ley y del Estado de derecho. Dicha vulneración produciría una grave inseguridad y la quiebra, sin duda, de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Los líderes políticos y sociales debieran dar ejemplo de respeto al Estado de derecho en sus comportamientos y en sus declaraciones, pues situarse por encima del ordenamiento jurídico supone una amenaza al Estado de derecho y a las libertades que este garantiza, así como una lesión a la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, se viva en la comunidad autónoma en la que se viva. La Constitución, en su artículo 9, lo expresa con gran claridad: todos los ciudadanos y todos los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Por ello no puede haber libertad, ni democracia, ni autonomía política por encima de la Constitución.
Esta es una lección que en Alemania han tenido que aprender por la dura vía de la tragedia social. La experiencia amarga de cómo en los años treinta del siglo pasado se pudo manipular al pueblo utilizando cauces democráticos formales de la Constitución de Weimar para subvertir el Estado de derecho ha llevado a prohibir la posibilidad del referéndum o consulta popular como medio de reforma constitucional.
En el fondo, en España, en los últimos tiempos, bajo la apelación al respeto hacia las singularidades culturales e incluso políticas de determinadas comunidades, algo que es completamente legítimo, lo que a veces se esconde, y ello ya no es legítimo, es una concepción del derecho incompatible con lo que significa el Estado constitucional o, más ampliamente, la democracia constitucional. De ahí la necesidad de poner en claro los conceptos básicos que sustentan a la Constitución democrática y por lo mismo al Estado al que da forma, el Estado constitucional y democrático de derecho, que ha sido, después de tantos siglos de inseguridad y desigualdad, el tipo de organización política que ha logrado articular la convivencia de manera civilizada. Ese tipo de Constitución y de Estado se caracterizan por haber fundido dos elementos que no pueden, ni teóricamente ni prácticamente, separarse: democracia y derecho. Por esa razón, no cabe apelar a la democracia por encima de la propia Constitución, o dicho con otras palabras, que no haya más democracia legítima que la democracia constitucional.
La Constitución presupone la existencia de un único soberano, pues justamente en ello la propia Constitución se fundamenta, y por garantizarlo para el futuro la propia Constitución se mantiene. La Constitución democrática, que es realmente la única Constitución posible, se basa en que ese único soberano es el pueblo. En nuestra Constitución, el pueblo español en su conjunto, decisión adoptada por el poder constituyente y que el poder constituido no puede vulnerar.
En una Constitución democrática, como es la nuestra, el derecho de autodeterminación es cualidad exclusiva del poder constituyente, esto es, del pueblo soberano, y no cabe reconocerlo a partes o fracciones de ese pueblo, por la sencilla razón de que no cabe fraccionar o dividir la soberanía. Decidir sobre la soberanía, en consecuencia, solo puede hacerlo su propio titular: el soberano mismo a través del ejercicio del poder de reforma que la Constitución le atribuye.
Javier Cremades es abogado.