Miquel Escudero-El Correo
En el umbral de un nuevo año está convenido formular buenos deseos para todos, con generosidad y sin hacer distinciones. Ahora bien, ¿qué sentido tiene emitir un ‘¡buen año!’ a un conocido al que, aunque sigamos saludando, detestamos por su proceder antipático y acaso sectario? Ese gesto amable solo puede ser sincero y positivo si lo que le deseamos es que cambie a mejor (por improbable que parezca). Pero no, claro está, una fórmula hueca y sin sentido, menos aún si supone desearle éxito en las fechorías a que esté habituado, ya sea enredar o hacer trampas, y no digamos si consisten en acosar y maltratar (las palabras y a personas y animales).
Para la necesaria elevación personal no basta con desear, hay que querer y poner empeño, tanto en ayudar como en recibir ayuda. Hay que superar el vicio de ser o mostrarse superficial, y no sentir vergüenza de pretender un grado de felicidad para nosotros y para quienes nos rodean, lo que es inseparable. Hay que descargarse de maldades y «hacerse inocente, pero no dárselas de inocente». Este término procede del verbo latino ‘nucir’, que significa dañar o perjudicar. De ahí vienen las palabras inocuo (que no hace daño), inocente (libre de culpa, sin malicia ni doblez), inocentón (ingenuo) o inocentada (broma o engaño ridículo). En todo caso, en la inacabable lucha por la esperanza no hay que ceder al odio, ni hacer una sola concesión a la violencia y, como señaló Albert Camus, «no puede haber libertad sin inteligencia y comprensión mutua». Esto exige hablar claro y conquistar el ‘derecho a no mentir’, ya que «solo con esta condición tendremos razones para vivir y morir».