Pedro Joé Chacón-El Correo

Ese salto a conveniencia del derecho histórico al derecho a decidir y viceversa encaja a la perfección con la propia actuación del nacionalismo

Parece mentira que llevemos tantísimo tiempo -vamos a poner desde 1839 para acá- dándole vueltas a los mismos temas políticos e históricos y que no haya aún ni el más mínimo consenso no ya entre los vascos y el resto de españoles, sino ni siquiera -lo que es mucho peor- entre los vascos mismos, para tener claro de lo que estamos hablando.

Aquí se mezclan tal cantidad de datos, teorías, interpretaciones, cuando no abiertas y declaradas manipulaciones, que todo ello da pie a que cualquiera se ponga a pescar a discreción lo que más le convenga y en el momento que le parezca. Ahora incluso tenemos una ponencia en el Parlamento vasco, que termina ya un proyecto de nuevo Estatuto, y donde siguen empleándose criterios ajenos por completo al más mínimo contraste histórico.

Los dos conceptos estrella que se manejan ahí son el derecho histórico y el derecho a decidir. Lo de los derechos históricos fue introducido por la puerta grande en nuestro ordenamiento jurídico-político en un momento tan caracterizado por la concordia como fue el de la elaboración de la Constitución de 1978, y debido a la mano de un jurista tan acreditado como don Miguel Herrero de Miñón, cuyo criterio siguieron los referentes del nacionalismo vasco, empezando por Mitxel Unzueta y el difunto Xabier Arzalluz, pasando luego por el exlehendakari Ibarretxe y llegando hasta los actuales Andoni Ortuzar e Iñigo Urkullu.

Hablar de derechos históricos para el caso vasco significa atribuirle a su autonomía un arraigo foral y, por tanto, una legitimidad que ningún poder centralizador español puede cercenar sin traicionarse a sí mismo. Ese es el verdadero y nuclear sentido histórico de la cuestión y que la definición moderna del concepto, del ya citado Herrero de Miñón, nunca ha avalado en términos de soberanía, primero por no introducir un concepto «con pico y garras», como siempre dice él, y segundo -y que creo que es decisivo- por no decepcionar a quienes tan agradecidos han estado siempre -los nacionalistas vascos- con las sabias y brillantes argumentaciones del jurisconsulto madrileño.

Nadie discute que si una mayoría amplia de los ciudadanos del País Vasco decidiera en un referéndum con todas las garantías no seguir formando parte del Estado español, eso por sí solo sería razón suficiente para tener que dar pasos que removieran la situación política actual. De eso no me cabe ninguna duda. Ahora bien, llegar a esa situación, exponer a la ciudadanía en su conjunto a una alteración semejante de su situación actual, requiere como mínimo de una reflexión previa, si no queremos tomar decisiones que luego tendrían una muy difícil marcha atrás. Y lo que a mí no me cuadra de ninguna de las maneras es que la mayoría que saliera de ese ejercicio del derecho a decidir pudiera investirse de un derecho histórico para avalar su decisión.

Primero y principal, porque los derechos históricos vascos no incluyen el derecho a la independencia. No es verdad que antes de 1839, como dejaron sentado los primeros nacionalistas, los vascos hubieran sido independientes. Eso no tiene históricamente ni por dónde cogerse. Y todavía hay quien se remonta a unos supuestos pactos primigenios del año 1200 para poder decir que había un pueblo vasco independiente que cedió graciosamente su capacidad de gobernarse al rey de Castilla. Pero es que eso, por nebuloso e indemostrable, y con todo lo que ha llovido desde entonces -que hablamos de casi un milenio-, no puede servirle a nadie para atribuirse a sí mismo un derecho histórico a la independencia. No sería ni justificable ni mínimamente serio. Tampoco podemos recurrir a una lengua propia, por muchas razones. Hablar una lengua distinta del resto a la vez que también se habla la misma -como es sabido, hoy ya no existen monolingües euskaldunes- no puede conferir por sí mismo ningún derecho histórico a la independencia. Además, hay muchos nacionalistas que no hablan esa lengua que consideran propia y aun así reclaman la independencia. Y no vamos a sacar aquí tampoco, por simple pudor, el otro argumentario de los primeros nacionalistas, el de la raza, porque ya sería demasiado.

Pero cuando los derechos históricos no aparecen para nada claros a la hora de reclamar la independencia, resulta que nos queda el derecho a decidir, que está implantado en nuestra voluntad soberana y que nos confiere un derecho democrático a la independencia. Pero oiga, esa voluntad soberana tendrá que estar basada en alguna razón, ¿no? ¿O es que todos los individuos podemos hacer lo que nos dé la gana porque sí, sin justificar mínimamente nuestras acciones y sobre todo cuando tienen consecuencias de calado para terceros?

Ese salto a conveniencia del derecho histórico al derecho a decidir y viceversa encaja a la perfección con la propia actuación del nacionalismo. En las solemnidades reivindica una nación con muchos miles de años de antigüedad y que habla un idioma singular pero, en cambio, en lo cotidiano abre sus puertas a todo aquel que quiera incorporarse a su proyecto sin pedirle cuentas de dónde ha venido y de si sabe o no euskera -ya lo aprenderá-. El invento está claro que les funciona, sobre todo con los despistados, los que no conocen la historia o los recién llegados. Pero si con esos mimbres pretenden construir la independencia, en Euskadi todavía quedamos muchos ciudadanos a quienes todo ese montaje no nos convence en absoluto.