EL CORREO 26/05/14
JAVIER ZARZALEJOS
· La pregunta: «¿Desea usted que Cataluña se convierta en un nuevo Estado de la Unión Europea?» sería un juego ilusorio o un simple pero deliberado engaño
En plena Semana Santa, Carlos Viver PiSunyer presentaba en nombre del ‘Consejo para la Transición Nacional’ uno de los informes encargados por la Generalidad de Cataluña para orientar el proceso de secesión puesto en marcha por el bloque nacionalista que encabeza Artur Mas. Se trataba en este caso de las implicaciones de la secesión para la posición de Cataluña en la Unión Europea. Las conclusiones del informe han llamado la atención por el paladino desprecio a lo que ya constituye un consenso consolidado entre los juristas y ratificado por las declaraciones formales al más alto nivel de las principales autoridades de las instituciones comunitarias: en caso de secesión, Cataluña dejaría de ser un territorio que forme parte de la Unión. Las argumentaciones jurídicas con base en los Tratados de la Unión y en las normas de derecho internacional general han sido lisa y llanamente ignoradas en el informe aludido que sustituye el razonamiento por una sucesión de conjeturas y afirmaciones voluntaristas. Como a los autores les parece demasiado grave que Cataluña quede fuera de la UE, simplemente lo rechazan. Hacen bueno aquello de no dejar que la realidad les estropee una buena historia y son conscientes de que la salida de Cataluña de la UE estropea, y mucho, la construcción secesionista, suponiendo que esta sea una buena historia. Lo cierto es que Cataluña dejaría la UE pero no porque fuera ‘expulsada’ sino porque sería el propio secesionismo el que en caso de triunfar la sacaría de la Unión. La secesión y la salida de la Unión van en el mismo paquete, no se puede querer una cosa sin asumir la otra. Por eso una pregunta como: «¿Desea usted que Cataluña se convierta en un nuevo Estado de la Unión Europea?» es un juego ilusorio o es un simple pero deliberado engaño.
No ha sido esta la única exhibición de un concepto del derecho y de las normas interpretadas ‘sub especie nacionalista’. El mismo día en que se hacía pública la sentencia 26/2014 del Tribunal Constitucional que estimaba parcialmente el recurso del Gobierno contra la declaración soberanista del Parlamento catalán, se le preguntó su opinión al portavoz de CiU en esa cámara, Jordi Turull. Turull sentenció que el «Tribunal disfrazaba jurídicamente su catalanofobia». Ahí queda eso. Sin embargo, leída la sentencia con más detenimiento, los nacionalistas se encontraron con que el Tribunal había hablado del ‘derecho a decidir’. Es más, el Tribunal aquilataba su razonamiento para salvar lo salvable de la declaración y hablaba del ‘derecho a decidir’ como una aspiración política.
Como si en vez de una sentencia, se tratara de la cábala, los secesionistas decidieron presentar la resolución del Tribunal Constitucional como un texto de claves ocultas que les avalaba. En pocas horas y para los mismos, con Turull a la cabeza, el Tribunal había pasado de desplegar su supuesta ‘catalanofobia’ con magistrados decían que recusables por connivencias ideológicas con el PP, a ser el órgano que abría puertas y avalaba los movimientos del secesionismo hacia un referéndum tan inconstitucional después como antes de la sentencia.
Las dos afirmaciones centrales de la sentencia son perfectamente sencillas. Primera, Cataluña no es un sujeto político soberano, por tanto es inconstitucional arrogarse tal condición. Segunda, el ‘derecho a decidir’ no existe como tal derecho. Afirmarlo así no impide que la formulación de ese inexistente derecho –en los términos concretos que utiliza la declaración– pueda ser interpretada como «una aspiración política a la que sólo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional», en la medida en que «no aparece proclamado (en la declaración) como una manifestación de un derecho de autodeterminación no reconocido en la Constitución, o como una atribución de soberanía no reconocida en ella». De nuevo, el derecho a decidir no es un derecho. Si puede defenderse como una aspiración política es, por un lado, porque la Constitución lo permite y, por otro, porque no es lo que los nacionalistas dicen que es; no es ni proclamación de soberanía ni atribución de un derecho de autodeterminación.
Ahora, parece que algunos descubren admirados que hablan en prosa cuando solemnizan lo conocido de la Constitución, o fuerzan interpretaciones arbitrarias de la sentencia, ni siquiera excesivas, simplemente grotescas. Celebran que el español no sea un régimen de «democracia militante» como si fuera una gran novedad de la jurisprudencia constitucional. Exhiben la sentencia que hace mención al ‘derecho a decidir’ como si el Tribunal, en vez de negarle el contenido que la doctrina nacionalista le atribuye, lo avalara como instrumento de secesión. Ven en el recordatorio que hace el Tribunal de la práctica democrática del diálogo un mandato al Gobierno para negociar los términos del referéndum que reclaman los secesionistas en Cataluña. Y aspiran a sacar petróleo de la calificación del ‘derecho a decidir’, aunque sea sólo como «aspiración política». Sin embargo, hay escasa novedad en constatar que se puede ser nacionalista, y defender la independencia, la soberanía, la autodeterminación o lo que se tercie mientras se haga con respeto al marco constitucional. Lo mismo que defender la III República o el Estado centralista. Los que menos deberían exhibirlo como gran innovación son precisamente los nacionalistas catalanes y vascos porque ellos son la demostración viviente, persistente y políticamente lucrativa de la amplitud con que la Constitución ampara todas las expresiones políticas que asumen los mínimos esenciales del juego democrático. Entre ellos, la exigencia de reformar la Constitución cuando se quiera que las reglas del juego cambien.