Rubén Amón-El Confidencial

El coronavirus implica el reto de la convivencia doméstica y conlleva un experimento sociológico que requiere paciencia y tolerancia como freno a la claustrofobia y la violencia

“¿Y tú, en que curso estabas, hijo mío?”. “¿En qué trabajas, mamá?”. “¿Desde cuándo tenemos perro? Nunca lo había visto”. Puede que no hayan llegado a producirse estas conversaciones en nuestros hogares, pero es muy probable que la familia se haya descubierto a sí misma en la situación de confinamiento domiciliario. El lado bueno consiste en la oportunidad de conocerse. El lado oscuro describe la intransigencia y hasta violencia.

Estamos constreñidos a convivir padres, hijos y allegados. Y a hacerlo en unas condiciones espacio-temporales bastante extremas, aunque es cierto que las ‘tablets’ y los ‘smartphones’ garantizan los espacios de independencia.

“Como fuera de casa, en ningún sitio”, le gustaba ironizar a Miguel Ángel Aguilar para darle la vuelta al aforismo que sacraliza la vida doméstica. Es una manera de prevenirnos de las complejas situaciones de convivencia que se avecinan, aunque la inmovilización también desprende una oportunidad. Tratarse. Escucharse. Y sentarse a la mesa con una regularidad insólita. Esta vez, sin vestirse de gala y sin invitados, como acostumbra hacerse en Nochebuena y como ha dejado de ocurrir en la dinámica de la familia disgregada.

Tenemos delante un desafío sociológico que puede resentirse de la claustrofobia, que puede radicalizar la violencia familiar —la de género, en primer lugar— y que puede beneficiarse de la filantropía. Compartir las tareas domésticas. Renunciar a la propiedad del cuarto de baño. Aceptar que hay una jerarquía. Y que una casa es antes un régimen chino que una democracia danesa.

Requiere este gran experimento doméstico tolerancia, paciencia, constancia. No digamos en los hogares con niños hiperactivos o criaturas adolescentes. No pueden salir de marcha el viernes, ni el jueves. Ni el sábado. Amenaza con saturarse la wifi de casa. Y no resulta sencillo inculcar a los muchachos que no están de vacaciones ni tampoco castigados. Ponerlos a estudiar de mañana con horario y rutina les ha hecho descubrir el ‘teleaprendizaje’, naturalmente con restricciones en el uso de la PlayStation y de otros recursos clandestinos que favorecen el entretenimiento.

La familia ha pasado de dilatarse a contraerse. Las parejas van a convivir más de cuanto lo han hecho nunca. Se han multiplicado los divorcios en China. Y los padres celtibéricos se encuentran en una extraña posición de mediadores generacionales. Porque los abuelos están aislados de la propia familia, bajo la amenaza ambigua y siniestra de la ‘población de riesgo’. Y porque los niños han aprendido estos días que existen juegos analógicos, la baraja española y la francesa, las damas, el parchís, el Cluedo y el Monopoli. El Stop. Y las palabras encadenadas.

Hubiera sido más complicada la experiencia en los tiempos de la única televisión y del mando (a distancia) único. Habría más discrepancias para elegir una película que en las deliberaciones de un Consejo de Ministros, pero las plataformas de series y las alternativas de la piratería han desdibujado el centro de gravedad. No existe la chimenea como existía antaño.

De hecho, nuestros chavales ya venían, en cierto modo, aislados de serie. El ensimismamiento tecnológico adquiere ahora el valor de un entrenamiento. Estaban familiarizados con la experiencia de comunicarse desde el propio ‘centro de pantallas’. Jugaban ya antes ‘online’. Y ligaban ‘online’ también. El confinamiento ya formaba parte de sus vidas, no digamos cuando cundieron las epidemias lúdicas. Ninguna tan endémica como el ‘Fortnite’.

Debe valorarse, apreciarse, la vida en familia, no ya como enmienda al contra-aforismo de Aguilar, sino como un privilegio que no pueden permitirse otros vecinos precariamente confinados. Quienes viven involuntariamente solos. O quienes están obligados a hacerlo por su edad, convalecencia y situación personal. El coronavirus ha suscitado la solidaridad. Y hasta ha descubierto la existencia de los vecinos. Hablan entre sí de ventana a ventana. Se ofrecen a colaborar en la compra. Y aplauden al anochecer el trabajo de quienes más se sacrifican. Es una manera de exorcizar la crisis. Y de reconocer a quienes bregan en nuestro beneficio.

La sociedad se encuentra en el paradójico desafío de la sociabilidad. El coronavirus es la amenaza. Y la convivencia es el desafío. Bien lo dijo el responsable de la Agencia Espacial Europea que presentó hace unos años en París el proyecto del viaje simulado a Marte.

Se trataba de fingir una misión que reproducía las condiciones de una travesía interplanetaria. Y la protagonizaban tres expertos astronautas. No solo aislados durante tres meses y ‘confinados’ en una nave espacial, sino sometidos a una rutina de presión laboral en espacios limitados. La proeza no era llegar al planeta rojo. La proeza era la convivencia.

Tanto vale la moraleja para la crisis de relaciones que se avecina, especialmente cuando el transcurso de la primera semana haya distanciado la ilusión y hasta el entusiasmo con que se celebraba originalmente la experiencia de un confinamiento domiciliario. Podría ser hasta fascinante vivir una cuarentena histórica, tuitearla, pero la prueba de estrés que se nos impone en los hogares invita a tener en cuenta la ironía visionaria del maestro Aguilar.