El Descubrimiento de la Izquierda III, y sus profundas tensiones

FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD – 31/07/15 – EDUARDO ‘TEO’ URIARTE

Eduardo Uriarte Romero
Eduardo Uriarte Romero

· La Santa Alianza Nacional-Social-Populista arrebató el gobierno municipal de Vitoria al PP para entronizar como primer tema de debate municipal la carrera de burros que los blusas organizan. Para huir de este esperpento me lanzo a esta desesperada reflexión que espero me la soporten.

Toda comunidad humana necesita fabulaciones discursivas que le otorguen cohesión. En sociedades poco institucionalizadas o en crisis suelen aparecer dirigentes que promueven el derrumbe de dicha cohesión mediante soflamas emotivas que buscan apasionar a las masas convirtiéndolas en su provecho en instrumento  para el derrocamiento de lo anterior. En esos momentos, normalmente, se erigen ideologías doctrinarias que vienen a sustituir el papel totalizador que en el pasado la religión ejercía en la política e incluso sobrepasándola.

Es cierto que en situaciones de crisis se exaltan los discursos y se fomenta el sectarismo, pero aquí, antes de que la actual crisis económica apareciera, el socialismo fomentó un enfermizo sectarismo y un giro ideológico que osó incluso remover fundamentos republicanos declarando la nación concepto discutido y discutible. No se podía llegar más lejos: si no existe el marco de juego político de la nación – reivindicación revolucionaria frente al absolutismo- con todo su contenido simbólico, el sistema  se desvanece al carecer de un fundamento necesario. Fundamento de adhesión colectiva de la ciudadanía a un proyecto de convivencia que al ser abolido llama a su sustitución bien por el propio partido, impelido ante este vacío hacia el totalitarismo, o por los nacionalismos periféricos que si creen en demasía en la nación. Y eso fue antes de que la dura situación económica fomentara el descontento en la ciudadanía.

Pero si  la izquierda democrática generó este acrático discurso y consiguiente proceder, en la actual muy burocratizada  derecha se erigió la  concepción de que el tiempo y los hechos producen la adecuada inercia hacia la solución de los problemas y el encuentro político,  olvidando que la esencia de la democracia reside en el discurso y la deliberación, y que estos son sus instrumentos imprescindibles. Habría que recordar que frente a esta concepción pasiva de la política, ajena a la necesidad de mantener un discurso a favor del sistema, cómo la ideología exaltada en boca de predicadores puede llevar a las masas, como fue en el pasado siglo, a las más atroces actuaciones.

En tiempos de crisis olvidar el discurso en favor del sistema resulta calamitoso porque es el momento propicio para locuaces profetas en la calle y, sobre todo, en unos medios de comunicación ansiosos de audiencias. Es decir, tanto el abandono del discurso en defensa del sistema como el exaltado en su contra abundan en su derribo. Además, los líderes del PP y del PSOE, por el anquilosamiento que el disfrute del poder en esta treintena de años les ha generado,  parten en la actualidad de un punto de vista común respecto al sistema: un punto de vista optimista. Los de la derecha esperan que las condiciones del sistema solucionen los problemas, y los de la izquierda creen, más optimistamente aún, que el sistema no se rompe, lo aguanta todo. Los primeros reaccionan tarde, los segundos buscan subterfugios para no ver los problemas, echando la culpa de los mismos a la mala política de los primeros, por lo que no verán nunca ningún problema en su naturaleza, es decir, ajeno al PP, y, por supuesto, en su gravedad.

Normalmente el rechazo de un terreno institucional común por parte de los sectores políticos principales de un país propicia un discurso sectario que acaba  en doctrinario. Lo observamos ya en el seno de la izquierda española, pues es en el primer sector político donde se ha dado, caracterizada hoy, tanto la radical-populista como la procedente del socialismo, por toda una concepción totalizadora en la que se reivindica y promete metas incluso ilegales, por salirse del marco constitucional, y se arremete contra lo ajeno descalificándolo sin límite. Acompañado todo ello por cultos a la personalidad.

Así hemos podido ser testigos de que la descalificación absoluta del PP ha acabado por convertirse en el PSOE en su banderín de cohesión interna, siendo, a la vez, el eslabón que le une a la otra izquierda emergente. Por ello no es de extrañar que Podemos surgiera con el sectarismo aprendido, que calificara al resto del mundo como “la casta” y que sólo fuera “gente” la suya. Esa aversión socialista hacia el PP por un lado le radicaliza pero por otro le escusa de observar la naturaleza antisistema de Podemos, y accede a otorgar a la formación de Iglesias las alcaldías de ciudades importantes donde los símbolos de nuestro marco constitucional, igual y con similar estilo que por donde ha pasado Batasuna, empiezan a ser saboteados.

Evidentemente, el alejamiento sectario del PSOE respecto a la derecha, parejo al alejamiento de aspectos fundamentales del marco constitucional –antes con el nuevo estatuto catalán ahora en el intento de una reforma constitucional que le conceda a Cataluña el título de nación (el concepto discutido y discutible para el sistema)- no sólo abona la necesidad de un discurso izquierdista de ruptura, sin engarce  con el pasado democrático, que acaba consiguientemente descalificando la Transición, sino que, por la enorme distancia política con la derecha, produce una falla de cohesión institucional, una inestabilidad política estructural, que  anima a los nacionalismos periférico a plantear la secesión y a cualquier iluminado a reventar lo existente. Es decir: por este camino de abandono por los viejos partidos constitucionalistas del espacio compartido se promueven las condiciones para que las iniciativas o golpes traumáticos se produzcan. Además, ante el fenómeno secesionista hay que reconocer la inconsistencia  de la izquierda española, absolutamente alejada de los comportamientos de sus homónimos europeos. No digamos ante el fenómeno populista de izquierdas en el que  no duda apoyarse.

Primero ETA y sus aláteres, luego la izquierda, y después el nacionalismo periférico de derechas, han conseguido cristalizar una cultura política dominante en la sociedad por la que lo correcto es la crítica, incluso la agresión, al Estado de derecho, la descalificación de sus orígenes, es decir, la Transición, la invalidez de la Constitución, y la exaltación de una democracia directa llamada a la destrucción de toda democracia posible. La cultura política española empieza parecerse demasiado a la que destrozó la II república. Esta preocupación la expresa el profesor  Andrés de Blas (“Las relaciones entre PP y PSOE”, El País, 24 JUL 2015), que no por casualidad acaba comentando la actual situación con la que derribó la República, cuando manifiesta que “ni las razones de estrategia electoral, ni mucho menos la fidelidad a una cultura política definitivamente desbordada por una sociedad orientada al centro, hacen razonable el mantenimiento de esta situación”.

Y qué más quieren determinados medios de comunicación y la mayoría de periodistas que un enfrentamiento e inestabilidad política que produzca noticias perturbadoras diarias con las que atraer unas audiencias conmovidas para atiborrarlas después de publicidad comercial, en el mejor de los casos, o de mensaje político militante. Este proceder de los medios profundiza  la inestabilidad porque gran parte de sus profesionales bien por razones ideológicas o por interés empresarial están entusiasmados con explotar una crisis política originada por los partidos. Saben que la estabilidad democrática, donde lo único que te puede despertar a las seis de la mañana es el lechero, no vende tanto espacio informativo ni programas de basura política, y donde predicadores de los medios carecerían de tanta feligresía. Se echa de menos, aunque sea en parte, la responsabilidad que los medios y sus profesionales ejercieron durante la Transición.

Exigir responsabilidad a los medios sería exigirles demasiado cuando el origen del problema no es suyo, cuando  el cojinete averiado en la rueda de nuestro sistema lo constituye hoy el PSOE, nada menos que el partido que más ha gobernado nuestra democracia, pero hoy atado más a una concepción izquierdista que a un discurso y práctica socialdemócrata. Muy alejado de cualquier política nacional, como la del partido laborista ante la secesión escocesa, o de la capacidad de cohabitación del PSF con la derecha, que llega a solicitar a sus electores, como lo hiciera Jospin, votar a la derecha en segunda vuelta para evitar el triunfo de Le Pen, o de la normal participación de la socialdemocracia alemana en gobiernos con la derecha. Es que dichas socialdemocracias  son republicanas, poseen el gen ilustrado y unitario procedente de la revolución francesa. En nuestros socialistas su gen  es anarcosindicalista.

Que la lucha de clases no potenciara la destrucción del sistema democrático parecía ser un logro de la socialdemocracia tras los fracasos de los frentes populares, pero parece ser que en el caso español ésta ha experimentado una profunda involución, lo que convierte en especialmente delicado nuestro sistema político. Sin socialdemocracia fiel a su experiencia contra el totalitarismo no hay democracia española garantizada, por eso empieza a darse su sustitución por Ciudadanos, que no es sólo una alternativa a un pasivo PP sino especialmente al vacío que la radicalización del PSOE está produciendo.

Todo empieza a encajar, Podemos es consecuencia directa de la involución ideológica del PSOE, y líderes de Podemos estuvieron en tiempos recientes si no en las filas del PSOE si en sus proximidades. Que Zapatero confiara la delicada misión de negociar con ETA a Gómez Benítez, designado por su partido como vocal en el Consejo del Poder Judicial, o que Patxi López llamara a su Gobierno a Manuela Carmena resulta muy significativo, pues ambos están hoy en Podemos.

Y sigue encajando porque el espacio socialdemócrata que el PSOE abandona es espacio para Ciudadanos. Por ello es importante plantearse la hipótesis de que  el marchamo de ser de derechas que le otorga la izquierda y la generalidad de la prensa a Ciudadanos –sujeta, como diría Marx, a la ideología dominante- es porque no es alternativo al sistema, que no desea su ruptura sino su tranquila reforma, lo que para las izquierdas actuales e infinidad de periodistas automáticamente supone su ubicación en el conservadurismo. Resulta evidente que la calificación de izquierda depende del nivel de la agresión que se realice contra el sistema. Y el hecho de que Ciudadanos no quiera sabotear el sistema constitucional la erige el PSOE como barrera, como motivo de ubicación en la derecha, para evitar el avance de Ciudadanos en el que había sido su terreno electoral. Encaja la necesidad de ubicar a Ciudadanos en la derecha.

Y las tensiones, porque por ahí anda Felipe.

Tras el caso Griego se podría escarmentar en cabeza ajena. Llegar en la fabulación anticapitalista, antialemana, y nacionalista tan lejos, para acabar descubriendo que no hay más que lo que hay, que la fabulación exaltada ha empobrecido aún más el país, que se pone en profunda crisis su propio sistema, y que la democracia directa no es más que para erigir caudillos, parece un modelo poco atractivo. Pero no se escarmienta en cabeza ajena porque, como diría Orwell, los totalitarios se creen sus propias mentiras, y aquí desde hace tiempo, Ley de la Memoria Histórica mediante, los procederes democráticos, el discurso democrático, se supedita exclusivamente al poder de los nuestros. Es decir, el único interés es el poder, y eso, por falta de cultura democrática, se convierte en preludio del totalitarismo. Si lo que exclusivamente importa es el poder sin saber para qué, se abandona el marco ideológico común y necesario de convivencia. Ello sin hacer mención a la tendencia endogámica que desgraciadamente asola los partidos, lo que les impermeabiliza ante la realidad.

Y en estas llega Felipe creando alguna tensión, cuando sacrílegamente se le ocurre plantear la necesidad de un Gobierno de concentración PP-PSOE frente a las amenazas populistas y nacionalistas. Felipe es consciente de la crisis del sistema  pero además conoce la crisis en su partido y sospecha la del PP. Observa a ambos partidos en pugna tan descabellada en el seno de una profunda crisis que lo único que ambos impulsan es la alternativa antisistema. En estas, el último socialdemócrata opta por la vía alemana de coalición, a lo que en su partido no hacen ni caso. Sigue de jarrón chino.

Felipe no es menos adversario político de la derecha que cualquier otro socialista, pero sabe que su enfrentamiento no puede rebasar determinados límites poniendo en  riesgo el sistema. Entre otras razones porque fuera de un marco como el actual, o fuertemente deteriorado, como en Grecia, su partido no tiene expectativas de futuro. Él, como otros viejos políticos que protagonizaron la Transición, conoce las concesiones realizadas por unos y por otros, de las que surgió la convivencia democrática, y sabe que todo esto se puede quebrar si desde las fuerzas que erigieron la Constitución se deserta de su espíritu de concesión y se promueven alianzas, aunque sea por el cálculo mal concebido de conseguir el poder y mantener el partido, que legitiman y entronizan a los antisistema. Porque la puesta en crisis del sistema al primero que destruye es al PSOE.

No ha sentado bien, en otro orden de cosas,  entre los jóvenes turcos de su partido que se haya desplazado a Venezuela y que haya conseguido en la defensa de los represaliados por el régimen chavista, coincidiendo en ello con Aznar, un inusitado protagonismo. Es evidente que su presencia, la de uno de los más prestigiosos socialistas españoles, al lado de los perseguidos por Maduro supone un testimonio de distanciamiento con Podemos, cuando la joven dirección de su partido camufla su tendencia a la baja con determinadas presidencias en instituciones gracias a los pactos con este colectivo.

Continúa el expresidente socialista su tendencia moderada de evitar situaciones de crisis que sólo pueden beneficiar las aventuras radicales. Fue contrario al procesamiento de Pinochet por Garzón, se manifiesta preocupado ante los gestos del populismo izquierdista o secesionista, no manifiesta, sino todo lo contrario, simpatía alguna por Podemos, no achaca la existencia de estos problemas de forma desaforada a la responsabilidad del PP, y por ello, con la medida tomada a su histórico adversario, osó proponer una coalición con el mismo para fortalecer el Gobierno frente a los retos populistas y secesionistas. Sus jóvenes compañeros dirán que chochea.

“La Mayoría Rota” fue un interesante artículo que ha escrito Arcadi Espada (El Mundo – 13/06/15) en el que comentaba la desaparición, con los pactos de izquierdas frente al PP mayoritario en muchos ayuntamientos y autonomías, de la mayoría constitucional que debiera haber sostenido la política de convivencia. En el mismo  observa que el problema venezolano no es un problema externo, porque incide directamente en los posicionamientos ideológicos, hasta el punto de convertirse en bandera, de los partidos antisistema. El autor sabe donde está el PP, sabe donde está Ciudadanos, sabe dónde está Felipe González, “…¿Pero dónde está el Psoe (sic) en Madrid, en Valencia, en Cádiz, en La Coruña, en Zaragoza, en Vitoria y por supuesto en Barcelona? Venezuela, obviamente, no es un problema de política exterior”. Para concluir en lo que llevo demasiado tiempo escribiendo: “El espacio de la razón, del sentido común y de la democracia es ampliamente mayoritario en España, y de él forma parte la inmensa mayoría de los votantes del Partido Popular y del Psoe . Quien lo está rompiendo (como lo rompe la derecha francesa cuando pacta con Le Pen), propiciando mayorías estupefacientes, casi lisérgicas, donde cuenta el poder y no el gobierno, es el Partido Socialista. Al que este González venezolano observa con una mezcla, apenas disimulada, de rabia y desaliento”.

De nada va a servir los gestos de González, de nada determinadas declaraciones de viejos líderes del partido, la mutación política realizada por Rodríguez Zapatero en su partido prosigue. Sigue siendo incapaz el PSOE de descubrir la trampa mortal a la que se encamina, con el agravante que en esa trampa pone en riesgo el porvenir de todos los españoles. Pedro Sánchez, bajo la consigna fóbica, digna de un joven doctrinario de los años treinta, no sabe descubrir la naturaleza de la crisis catalana más que incorporando a sus causas la nefasta e inmovilista política del PP junto a la de Mas, entregando con esa crítica al Gobierno de España causa suficiente para que Mas haga esa política de secesión. Y propone como solución las reformas constitucionales que desemboquen en un federalismo que nunca ha osado calificar, porque no sabe con qué federalismo quedarse, cuando desde tiempo atrás sabemos que a los nacionalismos secesionistas no los paraliza ninguna concesión por amplia que esta sea. Pues el federalismo, el clásico, el de USA o alemán, es citar la soga en la casa del nacionalista, y cuando la experiencia nos indica que no hay disposición final en la Constitución, ni Concierto Económico privilegiado, ni cuantiosas transferencias al déficit catalán, que aplaquen al nacionalismo una vez que éste, en su carencia de lealtad, ha decidido salirse del marco de convivencia.

Tampoco Pedro Sánchez puede observar en su gravedad los actos contra los símbolos constitucionales que los alcaldes de Podemos están llevando cabo. Los califica, quitándole importancia, de “postureo” cuando son gestos de pura subversión. Y tiene que minimizarlos en esa calificación despreciativa por que si Podemos los puede llevar a cabo es porque ha sido su partido el que los ha aupado a los cargos desde donde empezar a eliminar los símbolos de nuestra democracia. No puede mirar la realidad del problema que él ha creado, incluso parece creíble su explicación, porque en toda la cultura actual de izquierdas la culpa de todos los males la tiene el PP. El odio, la emoción cainita que movilizó a las masas durante la II República es lo que se está poniendo en valor en la actualidad, en ningún caso aquella República, que tiene su mejor continuidad, en los aspectos positivos que en su origen dispuso, en la actual monarquía constitucional.

Eduardo Uriarte